Compadeciéndose del destino literario de su amigo, el poeta Amado Nervo, Alfonso Reyes concluyó que “a fuerza de buscar lo sobrenatural sin hallarlo nunca, se resignó —como suelen hacerlo los apóstoles del milagro— a reconocer que todo es sobrenatural”.

Podrá ser un anacronismo muy propio de mis maneras críticas, pero esa frase me vino a la mente al concluir Paraíso Alto (Anagrama, 2017), del zaragozano Julio José Ordovás (1976), relato fantástico cuya buena prensa en Europa no me explico bien a bien. Al autor, de prosa educada, lo aqueja el síndrome de la varita mágica, padecido por quienes creen que basta con tocar seres y cosas con intenciones fantásticas para crear mundos sobrenaturales. Lo digo con conocimiento de causa porque yo lo padecí.

Ordovás inventa un punto de tránsito entre la vida y la muerte llamado Paraíso Alto, a donde no pueden sino acudir preferentemente los suicidas e inventa, también, una suerte de cerbero, mitad ángel y mitad enterrador, a quien toca recibir toda clase de peregrinos extravagantes, algunos de interés narrativo, imágenes perdurables, otras meras ocurrencias. Paso a enumerar a los protagonistas de esta corte de los milagros.

Por esta Comala, una suerte de set cinematográfico de pueblo abandonado en el viejo Oeste, aparecen 1) un desesperado “tiburón de la banca” deseoso de tomarse un alka seltzer pues está afiebrado, pero a quien su anfitrión sólo puede convidar a jugar el billar en el bar del pueblo, donde ninguna de las botellas conserva una sola gota de alcohol; 2) una chica andando con las manos que parece salida de una película de Alejandro Jodorowsky, a quien le aburre caminar con los pies; 3) “esl mago de las zanahorias”, escasamente memorable; 4) la actriz Brenda Star, quien “ya no era la pelirroja explosiva de La Virgen de los camioneros, Garganta sucia, La domadora y otras obras maestras del cine porno, pero que ni el tiempo ni los cirujanos plásticos habían maltratado en exceso”; 5) un avatar de la princesa Diana de Gales; 6) “un camarero de bigote nietzscheano” que comparte con el ángel enterrador el amor, estilo Emily Brontë, por las tormentas como alimento del alma romántica; 6) una disertación sobre el fuego y las hogueras en Paraíso Alto que invoca a la tía Anita; 7) en este episodio una sombra provoca en el narrador cierta veta sentenciosa, al estilo de “Algunos pecados no se lavan ni con toda el agua del océano” o “Voy a morirme sin haber cumplido mi sueño de llevar ranas en los bolsillos como Tom Sawyer”; 8) un soldado, acaso desertor, que fue a dar a Paraíso Alto perdido mientras realizaba maniobras de rutina; 9) un barrendero profesional que me recordó al consejo desesperado de ciertos padres de familia recomendando a sus hijos intentar la excelencia en cualquier profesión aun cuando sea la de barrendero; 10) un vendedor de electrodomésticos especializado en cocinas; 11) unas gemelas en sillas de ruedas malquistadas con Dios; 12) un fragmento —el mejor del libro— donde un viejo expone, borgesianamente, el carácter del Nuevo Testamento como novela policíaca; y 12) un viejo amor que se presenta a caballo y se despide del ángel enterrador tras comprobar que se mantiene, en su extraña condición, vivo…

Festejo que la narrativa española se aleje del llamado “realismo”, su vieja y prolongada pesadilla, pero ocurre que a Ordovás no le falta imaginación sino le sobra; confunde el romanticismo con cierto cine a caballo entre la soledad existencial y la fantasía del último hombre bajo la luna, como en Alain Tanner. Es demasiado etéreo para imitar a Rulfo, porque le falta mito y telurismo. No logró Julio José Ordovás, como se lo propone en la página 44, esa “destreza para enhebrar el hilo de plata de los sueños en la aguja de la realidad”. Y en el otro extremo, habría de frecuentar la fantasía como una de las formas supremas del humor, tal cual lo enseñó Lewis Carroll o la pintora Leonora Carrington, autora surrealista de La trompetilla acústica (FCE), recién reeditada, cuya relectura preferiría recomendar en vez de Paraíso Alto.

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