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Los estatutos de la Academia sueca, fundada en 1786, siendo vitalicios los nombramientos de sus dieciocho miembros y habiendo renunciado ocho de ellos debido a los recientes escándalos sexuales, le impiden a la venerable institución reconstituirse debidamente para otorgar este año de 2018 el Premio Nobel de Literatura, cosa que no ocurría desde la pausa obligada por la Segunda Guerra Mundial.
Saldrán perdedoras las casas de apuestas y las grandes editoriales, aunque en 2019, literalmente, doblarán la apuesta, pues el año próximo se entregarán dos premios, el correspondiente a ese año y al pasado. La pregunta queda en qué tan influyentes han sido los suecos, al configurar mediante su celebérrimo galardón, el canon literario del siglo pasado y del nuestro. Hay libros de chismes sobre la Academia y sus secretos que, como van siendo desclasificados, nos ponen al tanto de sus polémicas decisiones, desde que nada prohíbe (o prohibía) a una sola persona ganarlo dos veces (como estuvo a punto de ocurrirle a Thomas Mann) hasta las razones, no sólo políticas y estéticas, que le impidieron a Borges ganarlo (estuvo a punto en 1976 pero se cruzó su inoportuno encuentro con Pinochet), pasando por toda clase de minucias. Lo que no he leído (aunque debe existir) es una obra sobre la verdadera influencia del premio, insisto, sobre la literatura mundial.
Es un loable y hospitalario desprendimiento que una literatura escasamente influyente como la sueca (sólo cuenta con August Strindberg, quien nunca lo ganó, en el armorial) haya decidido paliar su medianía recompensando a los extranjeros. Y debe tomarse en cuenta que muchas de las designaciones más debatidas de los académicos escandinavos se deben no sólo a sus lealtades políticas, generalmente socialdemócratas, sino a que el dicterio fundador de Alfred Nobel (1833–1896), acaso culpígeno por haber inventado la dinamita, mandata a la academia a premiar literatura moralmente idealista, cosa difícil de definir con propiedad. Debieron ser razones geopolíticas, las cuales también cuentan (como las de no molestar al vecino zar de Rusia), las que impidieron ese primer Nobel para el escritor entonces más famoso del mundo: el conde y genial novelista Lev Tolstói, quien exudaba pacifismo y filantropía, recayendo, en cambio, en un parnasiano de segunda fila. Se trató, premiado en 1901, del francés Sully Prudhomme, un progresista que tuvo a bien batirse por el coronel Dreyfus y ser de los pocos escritores franceses en abogar por la torre Eiffel, hoy emblema planetario y en su día, símbolo de la modernidad como adefesio.
El caso de Francia es emblemático de las malas relaciones nobiliarias con el canon. Si la francesa es la más importante de las literaturas (como lo dijo Borges, que la detestaba) y Francia el país literario por excelencia, después, sobre todo de que Jean–Paul Sartre rechazase el premio en 1964 (aunque dicen que se arrepintió después e hizo gestiones para recuperar si no el galardón al menos el dinero), los suecos se han empeñado, con sus elecciones, en maltratar a los franceses. Si Claude Simon, en 1985, fue un buen premio a secas (hace poco un admirador suyo mandó, sin decir quién era el autor, cincuenta páginas de una novela de aquel Nobel a las principales editoriales parisinas y todas la rechazaron), los siguientes premios recayeron, casi seguidos, en novelistas menores como Jean–Marie Le Clézio y Patrick Modiano (“¿Por qué a mi?”, dijo honradamente este afortunado), dejando en la cuneta, al poeta Yves Bonnefoy (la creciente tirria de la Academia contra la poesía habla de su complacencia con el gusto popular) y a Michel Tournier, como antes lo hicieron con Marguerite Yourcenar. Y sí, una historia que empieza con un Prudhomme, es una mala historia.
Buenas épocas y buenos momentos ha tenido el Nobel (Pirandello, Mistral, Gide, Eliot, Faulkner, Jiménez, Mauriac, Camus, Montale, Kawabata, Saint–John Perse, Aleixandre, Neruda, Solzhenitsyn, Brodsky, Bellow, García Márquez, Paz, Coetzee, Vargas Llosa, Alexiévich, etc.), así como otras pésimos: en los años treinta, los académicos se ilusionaron con el entonces novísimo fenómeno del best seller y en el siglo XXI ha privado casi siempre, lo políticamente correcto. A veces han premiado– haciéndose los suecos– a personajes ajenos a la literatura (Churchill, Dario Fo, el majadero cantante Bob Dylan, quien les hizo sentir que su premio, para él, significaba una bicoca indigna de agendarse) y en otras ocasiones han contribuido a la difusión internacional de autores que bien lo merecían, como S. Y. Agnon, Canetti, Seifert o Jelinek. Y entre los que se fueron sin el Nobel –hay que ser justos– algunos (como Proust y Kafka) apenas si eran conocidos al fallecer.
Basta leer la lista completa del Premio Nobel de Literatura y encontrar en ella a tantos autores súbitos y olvidados para corroborar que todos los premios, nacionales e internacionales, son un accidente, no siempre afortunado, en la vida de un escritor. Pero casi nadie rehúsa la visita de la Diosa Fortuna.