En apenas unas semanas, empezarán las conmemoraciones por los cincuenta años del movimiento estudiantil de 1968. Transcurrirán con un presidente electo, quien muy probablemente será López Obrador, lo cual añadirá a la efeméride una serie de paradojas, empezando por la conocida historia de que el tabasqueño se afilió, después del 68, al PRI —partido en el que permaneció hasta meses después de las controvertidas elecciones de 1988—, y nunca se ha sentido —ni él ni los otros disidentes priistas que dieron origen al PRD— cómodo como heredero de aquel movimiento. Es natural que así sea, pues si ha habido una gesta originada, en puridad, por la sociedad civil —misma cuyas iniciativas acarrean la desconfianza del aún candidato de Morena— esa fue la del 68.

Conmemorar nuestro 68 implica una revisión de aquella mitología. Me ocuparé sólo de un punto, acaso esencial: se afirma que la ruina del régimen de la Revolución Mexicana empezó aquel año y que, tras el 2 de octubre, ya nada fue igual. En efecto, se quebró la identificación de los estudiantes, de sus padres y maestros, de una parte de la clase media (no toda), con el Priato, cuyo hoy añorado desarrollo estabilizador mediante la sustitución de importaciones, carecía casi por completo de la compañía de una vida democrática.

Cuando se recuerda con nostalgia “ese México que se nos fue”, destruido, en esa versión, por los “neoliberales”, se olvida decir que aquel país era un régimen autoritario ejemplar: sin elecciones libres, sin división de poderes, sin libertades de prensa y de asociación sindical, con la radio y la televisión en calidad de lacayas del “señorpresidentismo”. El capital y el trabajo, además, estaban organizados corporativamente mediante la llamada “economía mixta”. Decir que a partir de 1982 en México murió la Revolución mexicana implica amnistiar no sólo a López Portillo y a Luis Echeverría, sino a Díaz Ordaz, miembros de un mismo linaje de autócratas.

Ante el descrédito de los regímenes postrevolucionarios, Echeverría primero, López Portillo después, recurrieron al populismo. El primero, para apuntalarlo, inventó una “apertura democrática”, muy pronto desacreditada por la represión del 10 de junio de 1971, cuyo único resultado tangible fue la cooptación de aquel grupo de intelectuales que llamaron a decidir, dramáticamente, entre “Echeverría y el fascismo”. Quienes no lo hicieron, como Octavio Paz y Gabriel Zaid, le propusieron a la nación una medicina entonces tenida por exótica. Se trataba de la democracia, aborrecida por el PRI, pero también por la izquierda radical que apostó por la guerrilla, con el propósito de substituir a la dictadura de la Revolución mexicana, ya caduca, por otra más eficaz y duradera, la dictadura del proletariado.

Algunos políticos de izquierda, como Heberto Castillo y los comunistas mexicanos, pensaron distinto y junto al PAN insistieron en la libertad política y en las elecciones libres. López Portillo, único candidato legal en 1976, hizo la primera reforma política, abriendo la Cámara de Diputados a una representación simbólica de la oposición. Así que es dudoso que la reforma política de 1977 haya sido consecuencia directa del 68. Fue sólo una medida preventiva, la cual abrió el camino al gran cisma de 1988. Es allí donde se juntan dos historias distintas.

El nacionalismo revolucionario, hoy reivindicado por López Obrador, devino democrático porque en 1988 esa era su manera de sobrevivir a la marginación política. No dudo que, en el camino, muchos de aquellos priistas se hayan convertido a la democracia. Pero entonces la libertad política no estaba en su ADN. Era, es, un medio para conquistar el poder político, nunca un fin en sí mismo, y por ello a López Obrador le incomoda todo aquello que no venga del Pueblo —cuyos sentimientos monopoliza— sin pasar por el Estado, a través del cual él querrá organizar, a su manera, a la sociedad.

No existe, entonces, una línea, ni única ni directa, que una a 1968 con 2018. A cincuenta años de distancia, la democracia política avizorada por los estudiantes sufrió un accidente en el camino y fue a dar al terreno del nacionalismo revolucionario, a la vez conservador, autoritario y “de izquierda institucional”. Así que al hacer el recuento del cincuentenario de 1968, cabe aclarar que la transición democrática fue la confluencia entre dos corrientes distintas —la democrática y la nacional revolucionaria—, las cuales suspendieron su antagonismo y pactaron. Ese pacto bien podría caducar durante los próximos meses.

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