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Diderot fue el primer gran escritor moderno en ejercer la crítica de arte y lo hizo de manera notable. Desde el romanticismo, los escritores dedican muchas de sus opiniones estéticas y ensayos críticos a la pintura, la hermana-enemiga, preferida sobre la música. Es extraña la sordera musical tan frecuente entre novelistas y poetas, porque la lírica les ofreció al cantor de epopeyas y a quien toca la lira, una ya remota casa común.
Cayó en mis manos un Tiziano (1843), de Alexandre Dumas y se me ocurrió, una vez leído —es casi un folleto— dedicarle unos días a los dispersos escritos venecianos de Sartre, entre los cuales destacan un par de sustanciosos ensayos sobre Tintoretto: “El secuestrado de Venecia” (1964) y “San Marcos y su doble”, un borrador aparecido póstumamente, que junto a “San Jorge y el dragón” (1976), “Un viellard mystifié” (2005) y “Les produits finis du Tintoret” (1981) componen un tomo de más de 300 páginas, como se les ocurrió hacerlo a los italianos, editores de Tintoretto o il sequestrato di Venezia (Christian Marinotti, 2015).
Quienes critican a Sainte-Beuve —suponiendo sin conceder— que Proust tenía la razón —que al crítico decimonónico le interesaban las personas y no las obras— raramente se acuerdan, que, si así fuera, su gran discípulo en el siglo XX sería el revolucionario Sartre, famoso por haber escrito un Baudelaire (1947), donde no se habla de su poesía o de arremeter contra Flaubert (El idiota de la familia, 1972), sin darle su lugar como novelista, arrebatos en que el existencialista no cae cuando se inclina ante Tintoretto (1518–1594), de quien fue un crítico no por comprometido y militante, en este caso, menos sagaz.
Es abusivo comparar al pequeño Tiziano (fallecido en Venecia en 1576), de Dumas, con el polimorfo Tintoretto, de Sartre. Dumas padre, quien vivía de alimentar a las prensas sin fatiga, no pretende otra cosa que agradar a sus lectores ilustrando una vida ennoblecida por el arte, sin ejercer aún la crítica romántica. Empero, llama la atención cómo, siguiendo la distinción de Schiller entre lo ingenuo y lo sentimental, el romántico Dumas mira a Tiziano a la manera neoclásica, es decir, como un ingenuo, para quien la Belleza es un don inamovible y la función del pintor, cultivarla. Poco más de un siglo después, Sartre ve en Tintoretto a una suerte de demonio, un ángel expulsado del cielo y atraído, como un materialista, a la tierra, desde la cual, desconfía, aun cuando le son exigidas escenas piadosas, de la estética del cristianismo. Pero aquí, a diferencia de su actitud ante Baudelaire, Sartre parte de la obra. Es natural: en la pintura, a diferencia de la literatura, privan las situaciones teatrales contra las indómitas circunstancias.
Sabía mirar Sartre. Sus descripciones de las pinturas de Tintoretto son minuciosas y didácticas. Destaca el joven profesor de filosofía educado en moldear mentes analíticas. Analiza la obra artística —es natural que así sea— siguiendo los hábitos aprendidos en la descomposición de un texto. Estamos ante un Sartre aún cierto, si es que alguna vez dejó de estarlo, de la superioridad del marxismo como filosofía pero (ojo), también convencido de su propia capacidad para moldearlo a su gusto existencial. Por ello, antes que nada, su Tintoretto es definido sociológicamente. La republicana Venecia es el Nueva York del siglo XVI, la ciudad del capitalismo y Tintoretto lo sabe, moldeándose a sí mismo, como una creatura no por crematística, menos original en ese “materialismo” que a Sartre, turista asiduo de la ciudad de los dogos, lo conmueve. Indiferentes a las cuitas de Roma, los venecianos hacen negocios y son, según Sartre, pseudocalvinistas o jansenistas, Tintoretto incluido.
De aquello que nos ofrece Sartre a la vista, detengámonos sólo en San Marcos liberando a un esclavo (1547–1548), su análisis más fino. Expuesta en la Galería de la Academia, de Venecia, la pintura muestra a un San Marcos cayendo del cielo en línea recta (como lo haría Superman, agrega Sartre, no muy ducho en cultura popular estadounidense y queriendo afianzar la identidad entre Venecia y Nueva York), para salvar a un esclavo que habría de morir cegado a martillazos por negarse a renegar de sus antiguas devociones. Tintoretto presenta al santo no en el acto de consolar a un dogo o de aconsejar a un rey vacilante, sino salvando a un esclavo rodeado de una multitud que hoy llamaríamos multicultural, entre la cual destaca un moro mostrando al público el martillo con el cual se pretendía martirizar al esclavo.
Priva en Tintoretto, dice Sartre, “un pesimismo igualitario”, donde la fealdad sustituye a la Belleza. Es la tierra la que atrae, con una fuerza de gravedad que sólo este gran maestro detecta, al cielo, apenas dibujado, cuando puede, al fondo de su obra como un paisaje decorativo. Del Empíreo se deja caer, como un bólido, San Marcos a hacer justicia cuando tenía poderes para impedir esa injusticia sin abandonar el paraíso, pero Tintoretto, en muchos de sus cuadros, agrega al significado religioso la urgencia sensorial. Igualmente, en Esther y Asuero (1547–1548), a Sartre lo ocupa la esclava rodeada de la multitud y no el rey a quien debe alertar de una conspiración y en Santa Inés resucitando a Licinio (1563), donde es probable que la hija de Tintoretto, Marietta Robusti, haya colaborado, Sartre se permite la broma de decir que lo único milagroso en el cuadro es que a la santa la deje respirar el pueblo que la rodea.
Es frecuente leer que la filosofía de Sartre fue un metaprotestantismo. Su Tintoretto, me parece, ratifica esa intuición. Admiraba en el alumno díscolo de Tiziano, ya lo he dicho, al puritano; lo observa como el último gigante antes de que la Contrarreforma imponga al Barroco, que Sartre, francés al fin y al cabo, no puede sino detestar. Con los jesuitas al mando, esos locos, la Belleza se confundirá con el manierismo, la religión con el teatro, la fe con la política. Basado en las apariencias, el Barroco es químicamente ajeno al existencialismo puro y duro.
Vuelvo al pobre Dumas y a su Tiziano (Casimiro, 2017). Si Sartre, hombre del siglo XX, agrede al lector, es menester que el decimonónico autor de El conde de Montecristo quiera serle grato. Su Tiziano es anacrónico, porque el pueblo romántico al cual se dirige lo era. En cambio, Sartre sabe que en la época de Tintoretto se está inventando, bajo la apariencia de las escenas bíblicas o de aquellas sacadas de la Leyenda Dorada, el genio. Un genio sin atreverse todavía a quitarse la máscara veneciana pues, como Tintoretto, es un demonio deseoso de que los santos, como San Marcos, caigan del cielo para hacer la revolución en la tierra.