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Abundan, recientemente, los tratados sobre la novela. Es natural. Superados los diagnósticos de su muerte dispensados hace medio siglo, la novela, apenas llegada al canon de las artes en el siglo XX, tenida por intrusa aun después de la muerte de Tolstói, el último de los fundadores decimonónicos, es dueña y señora en nuestra centuria. Los editores, falaces e interesados, intentan hacer de la novela un sinónimo de la literatura y de la ficción, un grado superior de lo imaginario, cuando es bien sabido que, proteica, la novela absorbe sin escrúpulos la llamada no-ficción, compite sin recato con el cine y no se deja mangonear por las nuevas formas de narración televisiva o por aquello mostrado por la red, si breve, peor.
Ya sean Franco Moretti y su lectura distante o quienes —un poco fraudulentamente— quieren hacerla nacer entera, antes de Cervantes —“todo tipo ha de tener un prototipo”, afirman estos creacionistas—, o biografías de la novela misma como lo es la enciclopédica obra de Michael Schmidt y comentaristas sintéticos como Leonardo Valencia, a ellos se ha sumado, ya desde hace algunos años, Massimo Rizzante (Venecia, 1963), discípulo y traductor de Kundera y uno de los redactores de L’Atelier du roman, revista que apenas el año pasado dedicó un número monográfico a la narrativa mexicana.
En No somos los últimos (Ai Trani, 2017), libro subtitulado nada menos que como “La literatura entre el fin de la obra y la regeneración humana”, Rizzante comienza por descreer de la “nanotecnología” como un camino transitable para la novela. Si breve, peor, otra vez. La novela es tiempo y necesita del tiempo para escribirse lo mismo que para leerse. La mayoría de los novelistas codiciosos, aquellos quienes publican cada año, urgidos por sus editores, tarde o temprano fracasarán.
Rizzante consiente en que bajo el imperio de lo on line, podrá regenerarse el espíritu de lo enciclopédico, la vana curiositas nombrada por San Agustín. Pero sólo en el mejor de los casos. Al crítico veneciano lo decisivo le sigue pareciendo Kafka, quien al regresar a Cervantes “borra la frontera entre la seriedad del novel y la no-seriedad llena de locuras del romance” y no por ello No somos los últimos es un desfile de clásicos y modernos empelucados y empolvados, pues su autor es lector andariego de verdaderas novedades, desde aquellas salidas sin pausa de las prensas italianas hasta obras cuya lectura no he hecho, como las de Vera Linhartová, otras que no aprecio (Fuentes) y algunas donde la lectura de Rizzante es tan distinta de la mía —es el caso de Bolaño— que descubro, inesperadamente, a otro escritor.
La crítica de la novela, casi siempre, es crítica de la civilización. Así como en la última década del siglo pasado, finalizada la historia tras 1989, a Philippe Muray le daba asco una sociedad sólo entregada al espectáculo y a la frivolidad, desprovista del pathos de la historia, Rizzante tiene por enemigos, al menos en Italia, a los “post-adultos”, esas “buenas personas que han vivido el Sesenta y ocho, las grandes reformas sociales de los años sesenta, el feminismo, el referéndum para el derecho al divorcio y al aborto, los profundos cambios políticos de los ochenta, el terrorismo, el fin del comunismo de los años noventa”. Pero estos “infantosaurus” (un mexicano los llamaría “chavo–rucos”), “no tienen nada que trasmitir a los jóvenes salvo su deseo de ser como ellos”, pues son “una especie que no será nunca adulta hasta el día de su extinción”.
Contra ellos y su lectura de la literatura, arremete Rizzante. Ni encuentra distinción entre la literatura tradicional y la literatura experimental ni considera vigente lo que hizo Derrida de la écriture de Barthes. “No se escribe algo” y escribir no tiene por qué dejar de ser un verbo transitivo, esterilizada la distinción entre los géneros, pues Rizzante, en No somos los últimos, se ufana en repetir a Baudelaire: la modernidad, con todo lo que tiene de transitoria e irrepetible, se asocia a su otra mitad, lo eterno y lo inmutable: “El presente del arte no se opone a su pasado sino que está incrustado en él como un diamante que en su luz fugaz hace resplandecer toda la historia de un arte”.
Si es la imaginación la que nos permite salir del caos, dice Rizzante citando a Castoriadis, cada obra de arte es política porque nos remite a la re-creación de lo creado, siendo el arte, en este caso la novela, el “único observatorio” desde el cual podemos contemplar “nuestras angustias e ilusiones”. Por ello, Rizzante localiza a sus enemigos y los enumera, arremetiendo contra “el modernismo náufrago y siempre vivo” de la última vanguardia, la cual, a través de la antinovela, parasitó la novela tradicional, para acabar regresando al redil de ovejas. Contra el “modernismo de la universidad” que desquició, desde París, las mentes de hasta dos generaciones de estudiantes “privados para siempre de la posibilidad de concebir el arte como un instrumento específico para el conocimiento del mundo”. (Lo dijo, contrito, el viejo Genette, al lamentarse de haber sembrado, mediante una jerga intolerable, el odio a la literatura en los nuevos lectores). Contra el Postmodern y su “reescritura” que ha transformado toda novela en un patchwork y contra la facilidad pop, la cual rinde culto a la creatividad como antídoto de la creación, lo cual equivale, según Rizzante, a confundir los milagros de Simón Mago con los de Jesucristo.
En esa pelea, Massimo Rizzante, le exige al crítico la suprema renuncia: incapaz de alimentarse de las obras maestras, se vio obligado “a fagocitar y gozar de su propio cuerpo crítico (filosófico, antropológico, étnico, político, etc.) hasta roer las partes óseas, hasta ver colgado su propio pellejo en los percheros de las aulas universitarias o de las editoriales”. Debe el crítico, leemos en No somos los últimos, abandonar el contrapasso de la Divina Comedia, esa ley del talión que lo obligó a transformar el texto en pretexto para devorarse a sí mismo.