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Al observar el rostro sin vida de Ted Bundy no se ve la maldad, porque la condición humana, sea cual sea, no aflora en los rasgos físicos tal como pregonaba la frenología. Vemos, sí, a un sujeto de quijada firme, nariz prominente y afilada, cuyo aspecto no es amenazante. Y si ponemos atención en el resto de la estructura de la cara, veremos con claridad —para lo cual es preciso mirar las imágenes del cadáver y no del sujeto con vida y en movimiento— la simetría de los lados derecho e izquierdo. Algo tan simple como eso, la simetría —la selección natural y el Universo lo han marcado así— fue la base mínima para que Bundy resultara muy beneficiado por las preferencias femeninas. Era, pues, un arma con la que nació y ante la cual muchas mujeres sucumbieron, para su desgracia.
Ciertamente, para representarlo fue preciso un actor que tuviera un corte de cara parecido. De ese modo, con el apoyo de un mínimo de caracterización, fue elegido Zac Efron, que lo trabajó como si hubiera buscado el aplauso del mismísimo Bundy. El reto era complejo porque del sujeto a quien representa existen centenas de horas grabadas en video y el espectador aguardaba ver en pantalla no a Efron sino a Bundy. Y el actor lo consigue.
La cinta que aquí fue bautizada como Durmiendo con el asesino tiene un título original claramente descriptivo: Extremely wicked, shockingly evil and vile. Esto es: malvado, maligno y vil. Y aunque es verdad que cualquier varón que abuse de una mujer y le quite la vida es aquí y ahora un feminicida, la imaginación y el retorcido talento de Bundy para cometer sus crímenes —se le adjudican 30 casos con nombre y apellido—, lo acercan muchísimo a Calígula y lo separan otro tanto del resto de los asesinos seriales. No es justo para las víctimas, ni siquiera ahora que han transcurrido cuatro décadas de los hechos, describir alguno de sus métodos, que consignan cientos de estudios en torno a él. Lo que sí es necesario clarificar es que en efecto el sujeto fue maligno como una enfermedad repentina y terminal.
Pero no sólo eso. Ted Bundy (1946-1989) fue uno de los seres más inteligentes de todos los que cometieron crímenes similares entre 1974 y 1978. Esa inteligencia —el cerebro genera constelaciones de neuronas y sinapsis sin ponerles calificación legal— sumada a una personalidad histriónica en un sujeto cuyo carisma era innegable, lo llevó a la fama. No fueron los homicidios, desde luego aberrantes y de verdad crueles, los que lo llevaron a la cima de la atención pública, sino que ya preso dejó que esa misma personalidad que resultaba atractiva para sus víctimas lo fuera para los periódicos y sobre todo para los noticiarios televisivos. Bundy no sobresalió en la historia del crimen por sus homicidios, violaciones y torturas, sino porque el público, al saber de alguien así de peligroso y rapaz pudo suponerlo contrahecho y repulsivo, pero en cuanto apareció a cuadro resultó ser el tipo más simpático de la bizarra fiesta en la que se convirtió su proceso y mediante el cual, aún a sabiendas de su comportamiento hacia el sexo femenino, sedujo a miles de mujeres que deseaban contraer matrimonio con él.
La cinta con ñoñería titulada Durmiendo con el asesino tiene tres virtudes: a) no intenta la redención de un demonio como Bundy; b) hace un virtuoso homenaje a los cuadros de Edward Hopper, que no es fácil; y c) el argumento no escarba con morbo en los homicidios sino que es en el sentido estricto una historia de amor y del duelo cuando éste se termina —primero para Liz Kendall, hasta donde se conoce la única mujer a la que el protagonista amó, y luego para él que finalmente fue cambiando de aires lo mismo que ella—. La película se basa en gran medida en la línea narrativa de Kendall —cuyo nombre aparece así, se llame o no de ese modo la mujer que acompañó a Bundy durante un tiempo—, propuesta en su libro, que debe revisitarse para entender esa arista del asunto: El príncipe fantasma, mi vida con Ted Bundy.
Lily Collins representa a Kendall en la pantalla. El director, Joe Berlinger, no pudo elegir mejor para crear la paradoja visual: si iba a retratar al diablo en persona qué mejor que ponerle al lado a un ángel. Collins, juncal, de ojos grandes y mirada líquida, era perfecta para el papel, y en realidad es perfecta para todo excepto por un detallito: no guarda casi parecido con Kendall porque la mujer que se prendó de Bundy era como lo puede señalar la victimología del caso: de atractivo suave aunque constante.
Sume al reparto del filme a John Malkovich en estado de gracia, a la guapérrima y embrujadora Angela Sarafyan, pero reste a Haley Joel Osment por lo repulsivo de su personaje y hasta al gran Jim Parsons, cuyo logro mayor será siempre su millonaria maldición: ser Sheldon Cooper donde se pare.
El 24 de enero de 1989 una descarga mortal recorrió el cuerpo de Ted Bundy, en la silla eléctrica a la que fue condenado. Así que hace 30 años ese inteligente depredador está fuera de servicio. Pero lo que representó, la capacidad maligna de hacer daño, seguirá acompañando fielmente al ser humano como desde el principio de la historia y, en muchas ocasiones, envuelta en un halo de carisma y diáfana luz.