Es una máquina, un súper-ordenador lleno de información perfectamente clasificada y a punto para cada uno de sus movimientos dentro de los libros que escribe y de los programas televisivos y radiofónicos en los que participa. Sabe de historia todo lo que es preciso, de cine, de literatura, de novela gráfica y hasta de la Biblia, que domina como Messi un balón porque Juan Gómez-Jurado, a parte de todo, es experto en religiones y mitología.
Y, pese a que ya con eso podría caminar un metro por encima del nivel medio del mar, sin tocar nunca el suelo y ganarse con ello la mala leche del resto del mundo, Gómez-Jurado es gentil, humilde sin pose alguna salvo la de la broma, trabajador, extraordinario padre de familia y un tipo leal a sus amigos, que no mencionaremos aquí, pero que en España y fuera de ella son sujetos extraordinarios cada uno en su disciplina profesional.
Aquí, en el mexicano domicilio, recordémoslo con la amargura que implica, había primeras ediciones de mil ejemplares de, por ejemplo, un par de los más grandes prosistas que ha dado el país, Vicente Leñero y Ricardo Garibay, que tardaban en agotarse dos, tres, cinco o 10 años. Desde luego ahí la estupidez era tanto del sistema educativo formal como de los padres que en casa no contemplaban el ejercicio de la lectura como vía indispensable del crecimiento. Sí, así como hoy, pero entonces éramos menos. Y, como hoy, vemos a pequeños prosistas con gran mancha mediática —presentan libritos, colaboran en suplementitos, publican panfletitos— que con vender 3 mil ejemplares a golpe de apoyos extraliterarios dicen conformar entidades aparte, no aceptan rozarse con nadie y van cosechando una bequita por aquí, un premiecito por acá (el reciente escándalo en Literatura del INBA es apenas un pálido ejemplo) y un puestecito burocrático por allá. Eso no es ni siquiera jugar en la división de ascenso, ni en tercera: es hacerle al monje caguamero en el llano junto a los otros llaneros que nunca dejarán de serlo.
Por eso es admirable la literatura bien hecha, la literatura profesional que desde luego ha tenido maravillosos representantes en México, y que se concentra en el mundo contemporáneo en Europa y, ya en lengua castellana, en España porque si se quiere ser leído hay que publicar y convencer desde allá, y aun así no todo el monte es orégano. La gente a la que admiramos de verdad es la que juega en la Champions. Y estar en la Champions de la escritura es muy complicado porque se requiere de todo el talento y de pasar 10 o 15 horas al día sobre el proyecto literario. Eso hace Gómez-Jurado y justo por ello, por todo ese trabajal que cuesta confeccionar un buen libro, entiende que levitar es de patos.
Hace no mucho se buscó el tiempo a fin de darnos aquí en el diario una entrevista —hasta ahora, la única de que se tenga noticia reciente en el país, lo cual es de agradecerle— sobre su novísima obra, Reina Roja, un thriller que toca lo mismo la novela psicológica, la vida cotidiana que las fuerzas especializadas del orden, la narrativa intimista y reflexiva y, desde luego, la búsqueda incansable de una o varias bestias que han cometido crímenes de un alto grado de sofisticación y al mismo tiempo de muy poquita madre.
Antonia Scott, una mujer entrenada y con un coeficiente intelectual que equivale al de una ciudad entera, protagoniza la obra como lo que es, una muñeca rota por razones que en la obra se aclaran. La acompaña un escudero extraordinario, Jon Gutiérrez (así, Jon sin hache), cuya placa de inspector pende de un último alfiler aunque por razones comprensibles. Dos muñecos rotos para enfrentar a un rival que Antonia describe como “...algo distinto. Una clase de animal diferente. Algo que nunca había visto”.
Juan Gómez-Jurado renueva otra vez el género con esta obra que es tanto la transparente guía de una película, como un ejemplo de los numerosos personajes a cual más complejo que interactúan en la obra con apariciones firmes pero fugaces que crean angustia y adicción inmediata en el lector. Veamos este ejemplo, también de Scott, para tantear la profundidad del agua: “Según se forman las palabras en su mente, se arrepiente. No tiene, tampoco, manera de desdecirse. Es lo malo de prometer cosas a los muertos. Es más difícil pedirles disculpas cuando fallas”.
Reina Roja, hasta el momento de redactar estas líneas, decían los clásicos, llevaba casi dos docenas de ediciones, así que en breve llegará la trigésima tan sólo en lengua castellana.
Leamos juntos un fragmento en voz del narrador para catar el tinto: “Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicido tres minutos al día. Para otras personas, tres minutos pueden ser una cantidad minúscula de tiempo. No para Antonia. Los tres minutos en que Antonia piensa en maneras de morir son sus tres minutos. No se los quita. No se priva de ellos. Son sagrados”.
No se prive usted, lector querido, de Reina Roja: su tiempo de lectura es sólo de su pertenencia y no habrá ni capillitas pseudoculturales ni cierres de bibliotecas por órdenes bananeras que imiten, sin saber siquiera quién fue, al tristemente célebre Millán-Astray.