Un tipo hasta la médula de sustancias psicoactivas, un arma de poderoso calibre, una festividad nocturna, un asesinato. O sea: cualquier capítulo de La ley y el orden. Salvo porque tres lustros después de los hechos, el mismo hombre que jaló del gatillo logró la calma interna vía la escritura que hoy lo ha colocado entre los autores más leídos de Estados Unidos, con todo y la polémica que el asunto entraña.
Los caminos de la escritura, se dice, son misteriosos, llenos de oscuros retruécanos, acechanzas, dolores, tentaciones varias y soledades de todo tipo.
Mentira.
Para escribir se precisa instruir al cerebro para que piense en estructuras, escenas, personajes y diálogos.
Así que el ahora célebre autor estadounidense Curtis Dawkins, homicida confeso y en prisión perpetua (sin derecho a libertad condicionada), no se hizo escritor por los delitos cometidos, sino porque antes tuvo la preparación necesaria para desarrollar sus capacidades literarias.
La historia podría ser una más de las que acontecen en el mundo de las letras, pero deja de serlo en gran medida por el recibimiento del primer libro de Dawkins, Hotel Graybar, escrito ya en la cárcel.
También porque ha sido de tal manera aplaudido su estilo que ahora está en una pelea más: que las autoridades no se queden con sus regalías a fin de pagar su estancia en prisión tan sólo porque encontró una forma creativa de hacerse llegar recursos, por cierto, destinados a la educación de sus hijos.
Y por otro detallito, no menor: porque luego de un año de aparición en Estados Unidos, al fin en este momento el lector mexicano tiene para sí, desde hace apenas unas semanas, el volumen en una traducción por demás aceptable.
La historia que acompaña a Curtis Dawkins desde su adolescencia es cruel, y nada tiene que ver con su capacidad de escritura. Chaval, no mayor de 14 años, era ya un alcohólico de marca. Nada para espantarse salvo que, como sabemos, la corteza prefrontal —ese fragmento maravilloso del cerebro que nos permite distinguir entre lo que está bien y lo que está mal— madura y digamos que empieza a cumplir sus funciones a cabalidad luego de los 21 o 22 años. El camino se tuerce un poco debido a que Curtis, que estudió para aprender a escribir, a desarrollar ese talento innato, siguió además la ruta de los paraísos artificiales. Tampoco es para llamar a los bomberos: ya con plena conciencia de lo que se metía en el cuerpo, era su responsabilidad hacerlo o no. Pero Dawkins puede ser cuestionado porque aparte de la vida loca que llevaba, había formado una familia digamos feliz, señaladamente con la escritora Kimberly Knutsen, de modo que ese grave hecho pudo ser un freno de mano a sus apetitos de soñar despierto.
Pero no fue así.
Una noche de Halloween, hace prácticamente 15 años, Curtis se disfrazó de gángster, y con el alucinógeno disociativo que usaba para salirse del mundo, la ketamina, y el subidón de la heroína que se metía como agua de uso más su Smith & Wesson calibre 357, salió a aterrorizar al vecindario, al inicio, y terminó encontrándose con un complejo en el que estaba su futura víctima. Quiso asaltarlo. Hubo resistencia. Lo hizo polvo con su revólver y se atrincheró hasta que lograron detenerlo elementos de SWAT.
Al aceptar el crimen, fue a dar a la cárcel con todas las agravantes y ahí, más tarde empezó a escribir un volumen de narraciones breves que conformarían Hotel Graybar.
Catorce relatos —sí, relatos, porque con todo y lo peculiar que le busquemos a Estados Unidos, allá saben valorar a sus escritores y el relato es capaz de llegar a tanto público como la novela—, que son como 14 marcas a fuego, todas en los puntos clave de cualquier figura de entrenamiento profesional de las salas de tiro.
Ficción, cierto, pero con amplísimo conocimiento de causa.
Al colega Bruno Pardo, de ABC, Dawkins le envió unas líneas que vale citar con su respectivo peso en oro: “La mayoría de los presos no ha tenido una educación académica, que es la razón por la que el mundo rara vez escucha su voz. Parte de mi propósito era darles a estos chicos una voz, y una que no viniera de la mano de algún idiota que enseña clases de escritura en prisión (…) No hay nada que me encabrone más que un libro deshonesto”.
Veamos el asomo de un ejemplo de su libro, mientras describe el comportamiento de un compañero de prisión que toma la puerta de emergencia:
“Cogió la sábana de algodón de su litera y empezó a retorcerla en forma de cuerda.
“—Bueno, amigos —anunció—, me largo del Hotel Kalamazoo. Ya estoy harto de este rollo del condado: un hombre necesita de un café y un pitillo después de una comida como ésta. Cuando haya pasado otra vez el guardia, cuelgo la sábana de ahí arriba y me vuelvo de nuevo al talego. Cuando suba, dadle al botón de pánico”.
Por cierto, el epígrafe que Dawkins coloca para arropar su volumen es también una forma del adiós: “Una sangre fría corre por mis venas y las de todos mis amigos. Pero aún se puede encontrar amor en nuestros corazones. Este comienzo podría ser el fin”.
Un escritor, un libro y el helado recuerdo en la palma de la mano que deja el peso de una S&W calibre 357.
@cesarguemes