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En estos tiempos de incertidumbre originados por la estupitrumpesa es preocupante la insistencia de propuestas que para enfrentar el desafío llaman a fortalecer la apertura, integrarse más a la economía de Estados Unidos y profundizar en la globalización. La medicina para enfrentar estos tiempos aciagos es una mayor dosis de lo mismo. Se defiende el TLCAN como un ideario del libre comercio cuando, según la UNCTAD, el 85% del comercio internacional fluye a través de las cadenas globales o regionales de valor, lo cual al ser comercio intrafirma se rige por mecanismos ajenos a las fuerzas del mercado.
Se defiende la lógica globalizadora como si no fuera la que nos ha limitado, desde la década de 1980, a tasas de crecimiento inferiores a 3% con un aumento del PIB per cápita por debajo del 1%. Esta ralentización ocurre a la par que México se ha convertido en uno de los 15 países más exportadores del mundo y uno de los favoritos de la inversión extranjera a la vez que resalta una polarización extrema entre mexicanos ganadores y perdedores con una brecha en la distribución de los beneficios que aumenta sin cesar. El fracaso del modelo está en la imposición de una producción de tipo maquiladora en toda la industria de exportación hasta convertirla en una industria de ensamblaje con una muy baja demanda de insumos nacionales. El sector automotriz, joya y orgullo exportador, aportó entre 2003 y 2013, según datos del INEGI, un 13.9% de valor agregado de exportación en su sector de autos terminados y de 5.9% en el sector de autopartes. Delphi, la mega proveedora de auto partes desde 1979, apenas consume en México 200 mil dólares al año, según ProMéxico. La industria faro de la exportación mexicana tiene un mínimo nivel de encadenamiento con el resto de la economía.
El dilema del crecimiento es que su ciclo de producción-consumo depende del extranjero: de la inversión foránea para generar los bienes que exportamos y de los consumidores extranjeros para que los consuman. Si a este ciclo externo se le suma que el 85% de la población mexicana empleada devenga menos de 10,000 pesos mensuales, apenas por encima del costo de la canasta básica, no es complicado entender por qué la economía nacional no crece a tasas superiores. La capacidad adquisitiva de la mayor parte de los mexicanos apenas le permite sobrevivir pero no modernizar los bienes que ya poseen o acumular algunos más ni para demandar los nuevos servicios que la tecnología proporciona. Sin las remesas que vienen del exterior muchos hogares no tendrían lo suficiente para satisfacer sus necesidades básicas alimentarias.
El fracaso de la estrategia exportadora al no crear eslabonamientos con el mercado interno y empleos mejor remunerados, la promesa del TLCAN, hace imperioso un viraje radical en la estrategia de desarrollo. La estupitrumpesa es la oportunidad para el cambio hacia una estrategia que haga del mercado interno el motor de la economía en una lógica de inversión masiva para un desarrollo sostenible, como lo han optado países como India y China. El factor externo no debe seguir siendo la fuerza en la que se depende para impulsar la demanda agregada y el crecimiento. Sólo debe ser un factor coadyuvante. No se trata de cerrar la economía ni de buscar la autarquía sino de hacer que lo internacional sea un medio para nuestro desarrollo y no un fin como ahora lo es.
Las prioridades de la política pública deben comenzar por la renegociación de los fundamentos esenciales del TLCAN. Las cláusulas de “trato nacional” y de “libre movilidad de capitales” son ordenamientos que limitan las opciones para una política pública ad hoc a las necesidades locales y limitan la capacidad de acción del Estado al colocar en condiciones de igualdad a economías que no lo están con diferencias crecientes en bienestar. Si esta igualdad fue un objetivo del Tratado hay que aceptar que no se logró.
Hoy se requiere de una “política industrial integral” que genere eslabonamientos entre todos los sectores. El sector rural debe constituir el eje central de esta nueva orientación para dejar de importar la mitad de los alimentos que consumimos lo cual implica un remozamiento industrial orientado a generar los bienes de capital que demanda la producción agrícola y un paquete de incentivos para que el sector financiero, las remesas y los ahorros de los fondos de jubilación contribuyan a este objetivo. Los programas de asistencia social deberían convertirse en programas de generación de empleo relacionados con servicios que impulsen el desarrollo local.
Esta no es una opción que mira al pasado, por el contrario, al tomar en consideración la orientación que ha tomado en cambio tecnológico en eliminar empleos en el sector manufacturero favorece el desarrollo de una economía de servicios que requiere de mano de obra.