En Moscú no hay basura en las calles, las avenidas fueron construidas hace un siglo con cinco carriles de ida y cinco de vuelta, en el centro histórico las construcciones asombran porque tienen el buen gusto de los zares o la inmensidad de la era soviética, el Metro pasa cada dos minutos sin falta, sus estaciones son como palacios subterráneos, la comida tradicional es deliciosa y una nueva generación de chefs se ha colocado bajo el reflector internacional al evolucionarla con técnicas postmodernas, la gente es amable a pesar de la invasión extranjera que les puso a prueba por el Mundial de futbol. No parece una economía en desarrollo, sino una potencia consolidada.
Eso sí: las minorías casi no tienen derechos, los opositores al régimen suelen exiliarse, ser encarcelados o morir en circunstancias sospechosas, el aparato del Estado husmea en todos los rincones y la libertad de expresión es un anhelo intocado.
En Moscú, en el piso 16 de un edificio setentero que por fuera se ve pasado de moda, hasta feo, está una de las mejores cocinas del mundo. Por dentro, el comedor está exquisita y atrevidamente decorado, rodeado de cristales que exhiben esplendorosa a la capital rusa. Ahí despacha Vladimir Mukhin, el joven chef del White Rabbit. Le puso Conejo Blanco a su restaurante inspirado en las locuras de Alicia en el país de las maravillas.
En 2014, cuando su tocayo Vladimir Putin desafió al mundo invadiendo la ex república soviética de Ucrania, Mukhin tuvo el salto de su vida: Europa y Estados Unidos impusieron sanciones económicas a Rusia, y en respuesta, Putin restringió las importaciones de muchos productos alimenticios: un comando de funcionarios públicos se metió a supermercados y restaurantes para quemar los quesos alemanes, triturar con maquinaria pesada los gansos franceses congelados, aplastar las manzanas de Washington.
A Vladimir Mukhin esta crisis geopolítica lo agarró preparado: como lo retrata su capítulo en Chef´s Table de Netflix, el chef había roto con la tendencia de europeizar la oferta gastronómica moscovita y había apostado por cocinar con ingredientes que compraba a pequeños productores locales. Cuando el pueblo batallaba con la escasez y sus rivales se quedaron sin materia prima, él sabía dónde conseguir lo que necesitaba. White Rabbit escaló a ser uno de los 50 mejores restaurantes del planeta.
En ese 2014, la popularidad de Vladimir Putin había caído a entre 50 y 60%, un desplome si consideramos que el mandamás ruso estaba acostumbrado a rondar 90%. Colmillo del tamaño del territorio que gobierna, Putin le dio la vuelta: se montó en el discurso nacionalista culpando de las desgracias de su pueblo a los imperios de Occidente y con una sofisticada institucionalización del dopaje batió el récord de medallas para Rusia en los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi.
Cuatro años más tarde, mientras hay que reservar con semanas de antelación para conseguir una mesa en el White Rabbit, símbolo de la sofisticación rusa a partir de lo doméstico, Putin está de nuevo en los 90%: tiene cautivado a Donald Trump, sometido a Europa, dominado a Medio Oriente, espiado a medio mundo, manipulado el internet… e invadida Ucrania.
El Conejo Blanco y el zorro rojo. Poder suave. Poder duro.
SACIAMORBOS. Los socios de White Rabbit acaban de abrir un nuevo restaurante. Curiosamente le pusieron Red Fox.
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