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A raíz de la ceremonia que tuvo lugar en el Zócalo capitalino el pasado sábado 1º de diciembre, en la que representantes de los pueblos originarios de México le hicieron entrega del bastón de mando al Presidente Andrés Manuel López Obrador tras su toma de posesión oficial ante el H. Congreso de la Unión, múltiples voces de la sociedad se elevaron cuestionando duramente el hecho -comprendidas las de diversos intelectuales de distintos campos-.
Sí, la crítica no se hizo esperar y dos de los argumentos a los que más se recurrió fueron los relativos a la naturaleza y antigüedad de esta ceremonia. En el primer caso, la mayoría señaló que se trataba de una “costumbre de las campañas electorales de la segunda mitad del siglo XX”, particularmente vinculada a los candidatos del PRI en busca de “legitimación”, y los ejemplos no se hicieron esperar: Adolfo López Mateos, Luis Donaldo Colosio, Ernesto Zedillo y José Antonio Meade, así como del PAN: Vicente Fox y Felipe Calderón. Por cuanto al segundo argumento, otras veces llegaron a señalar que el “bastón de mando” nada tenía que ver con el México prehispánico, en dado caso con el Colonial, dado que el bastón era “como el cetro del rey”, por lo que la reciente ceremonia no era sino un “ritual político”, “de muchos humos y tambores”, propio del “neo aztequismo”. Argumentos ambos que, desde mi punto de vista, carecen de fundamento histórico, conocimiento antropológico y perspectiva jurídico-cultural. Veamos.
En la historia de la humanidad, abundan las coincidencias culturales universales: desde la orientación astronómica de las principales pirámides en la antigüedad, hasta el empleo de ciertos vocablos similares de igual significado, como la palabra dios; el culto a la muerte o el culto a la fertilidad encarnado en la mujer, entre tantas otras. No sería así descabellado integrar dentro de estas “sincronicidades” culturales al símbolo de poder encarnado en un bastón, llámese cetro, vara o simplemente “bastón de mando”. Elemento que encontramos presente, de modo reiterado desde los más remotos tiempos de la humanidad. Es decir, ni nació en el siglo XX, ni tampoco lo hizo en la Colonia, trasplantado por una tradición medieval europea a cargo de los españoles. Su uso ha sido milenario como símbolo que forma parte de la cultura humana desde la prehistoria. En el neolítico, a partir de las propias armas y herramientas que permitieron establecer distinciones sociales. En el Egipto antiguo, cuando los faraones portaban su propio bastón, primero sencillo y luego dual, encarnación de la unidad. Los celtas al haber utilizado un bstón elaborado con elementos de bronce. En Roma, cuando centuriones, generales y aún algunos emperadores, emplearon cetros de honor.
Pero su uso no sería privativo del Viejo Mundo ni nuestras culturas autóctonas la excepción. Innumerables son las evidencias de su presencia en las fuentes arqueológicas e históricas de nuestro México. El estudio de la iconografía de las principales culturas mesoamericanas revela y confirma que uno de los más importantes atributos de un dignatario era justamente el cetro como símbolo axial del mundo y centro cósmico. Cetro que, a decir de Mercedes de la Garza, es “un modelo reducido del bastón de mando, símbolo vertical que representa primero al hombre y después al hombre poderoso y el poder recibido de los dioses”. De ahí que existan múltiples representaciones de bastones de mando prehispánicos, las cuales podemos rastrear desde el periodo clásico hasta el posclásico, ni qué decir del colonial, procedentes de diversos códices y vestigios arqueológicos. Las pruebas están allí.
Baste revisar tan solo la recopilación que de sus representaciones realizaron arqueólogos como Maarten Jansen y Martin A. Hermann Lejarazu, para darnos cuenta de la enorme trascendencia y generalizada presencia en la iconografía prehispánica del bastón de mando. Del área central destacan los Códices Azcatitlán (láms. 13, 21) y García Granados, en los que el bastón aparece en forma de lanza vinculado a los tlahtoques mexicas, desde Acamapichtli hasta Moctezuma II. Entre los códices mixtecas, lo encontramos representado en los Códices Vindobonensis (láms. 44-III, 48), Selden (lám. 8-II) Colombino (láms. 4-III, 5, 6-III) y Bodley (lám. 9-I), en tanto que el Nuttall (láms. 1, 2, 6-I y III, 10-II, 14, 15-I y II, 16-III, 17-I, 18-II, 19, 27-I y III, 30-I y II, 53-IV) abunda en representaciones de bastones de mando de diferentes aspectos que diversos personajes empuñan. Los hay dedicados al Dios Xipe y otros bastones que Alfonso Caso, a su vez, denominó “de Venus” (Huey Citlalin), al considerar que estaban inspirados por los cinco filamentos, tiras o bandas, que aparecen rematando, junto con algunas plumas rojas, la mayoría de sus representaciones y que podrían haber aludido a las cinco revoluciones sinódicas de dicho planeta. El área maya, a su vez, nos ofrece múltiples evidencias, en su mayor parte vinculadas con el concepto axis mundi y otras más relacionadas con los llamados “cetros-maniquí”: bastones antropomorfos. A los que hay que agregar los “bastones cosmológicos” que representaban los cuatro rumbos cósmicos, como en el caso de los hallados en Yaxchilán (dinteles 2, 5, 43, entre muchos otros) así como en múltiples iconografías relativas todas a la cosmología indígena. A tal grado que hasta el título del Señor: ah pop, podría ser interpretado como “señor de la estera y el bastón”. Noción e poderío que podría ser extendida a buena parte de Mesoamérica.
Derivado de lo cual, puede concluirse que el bastón de mando para el mundo prehispánico, fue evidentemente el más alto elemento de poder político, pero su connotación aún va más allá. El bastón representa el respeto que la comunidad otorga a quien lo porta como señal de autoridad y dignidad, de linaje y orden, en tanto símbolo de culto y emblema cósmico. En pocas palabras, el bastón de mando trasciende toda connotación político-partidista. Hunde sus raíces en la esencia misma, atávica diría yo, del ser humano. De ahí su recurrencia persistente en la cultura mesoamericana, mucho antes de la llegada de los españoles. El hecho de que estos trajeran el cetro o recibieran e hicieran suyo el bastón de mando indígena, sería y es consecuencia de lo mismo.
Con base en lo anterior, no cabe duda que hoy en día entre los pueblos originarios la entrega del “bastón de mando” forma parte de sus tradiciones más remotas y, por consecuencia, de sus usos y costumbres ancestrales. Al respecto, el artículo 2º de nuestra Carta Magna reconoce que nuestra Nación “tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas”. Derivado de ello, la Constitución reconoce y garantiza a los pueblos y comunidades indígenas el derecho a la libre determinación y autonomía para decidir sus formas de convivencia y organización social, económica, política y cultural, comprendida la de “elegir de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las autoridades o representantes para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno”. La entrega del bastón de mando al actual Presidente de la República se da en este contexto. Su ritual en conjunto obedece a esta herencia cultural que le ha sido reconocida por el propio Estado a los pueblos originarios. Es un hecho inédito, sí. Nunca se habían congregado representantes de los 68 pueblos originarios principales de nuestro país, pero el acto que realizaron se ubica dentro del marco del ejercicio pleno de los indígenas respecto de sus usos y costumbres, los mismos que ni la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación ha definido hasta ahora con precisión. Requeriría para ello de una visión meta jurídica, es decir antropológica, para poderlo hacer.
¿Violó el Presidente la Constitución? Desde mi perspectiva jurídica no. Podrá no gustar, podrá no comprenderse el hecho, pero lo que sucedió la tarde del 1º de diciembre pasado en el plaza principal de nuestra capital, fue el acto de reconocimiento panindígena (comprendidos a los emisarios de otras etnias extranjeras) a la autoridad suprema en el poder de la Nación. Un acto enmarcado en el contexto y ejercicio de una costumbre ancestral de nuestros pueblos originarios: el mundo indígena que late y palpita en nuestro México contemporáneo.