Borges había advertido en el “Poema de los dones” que su destino consistiría en explorar sin rumbo los confines de una alta y honda biblioteca ciega. Incapaz de resignarse al silencio, se hizo de un grupo de personas que pasaban las tardes leyéndole en voz alta. Entre quienes visitaron su casa con tal cometido estuvo el joven Alberto Manguel, que pronunció para el erudito invidente más párrafos que aquellos que cedían las albas a su afán.
Las reuniones no se limitaban a la monotonía del que habla y el que escucha. Borges se tomaba el tiempo de comentar pasajes inmensos, incluso recitaba de pronto algún fragmento de Milton o de Stevenson. Incapaz de doblegarse ante el artificio de la degradación, insistía en que su ceguera no habría de depararle la tiniebla, sino un tono amarillento quizás ligado a la melancolía. Pese a que su aproximación al mundo era fundamentalmente verbal, se permitía ciertas lisonjas para los cuadros de su hermana Norah y para la música de Brahms.
Manguel asegura que la biblioteca borgiana era mucho más pequeña de lo que cabía esperar; incluso cuenta que cuando Vargas Llosa visitó el humilde departamento del porteño, le preguntó por qué no vivía en un sitio más lujoso. Borges, que no era un entusiasta de las jerarquías, le respondió: “A lo mejor en Lima hacen las cosas así. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación”.
La afición que jamás abandonó fue la de husmear en las enciclopedias; gracias a una de ellas y a un espejo fue que dio con Uqbar. Tenía un instinto que lo guiaba con soltura por las estanterías y los volúmenes de sus lugares queridos: “Pero a veces se encuentra en un lugar donde los estantes no le son familiares, en una librería nueva, por ejemplo, y entonces sucede algo inquietante: Borges recorre con sus manos los lomos de los libros, como abriéndose camino al tacto por la superficie accidentada de un mapa en relieve y, aunque desconoce el territorio, su piel parece descifrar la geografía”.
El tiempo, sustancia de su hechura, lo concientizó de que todo poema se transforma eventualmente en elegía. Lo mismo ocurre con las grandes catedrales del pensamiento, pues, como intuyó en su relato sobre Pierre Menard, “no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria”. La eternidad era, en su opinión, una fatigada esperanza.
Criticó sin recato la que definió como la más sincera de las pasiones argentinas: el esnobismo. Fue igualmente poseedor de una memoria prodigiosa, pese a que solía decir —infatuado por la falsa modestia— que sus relatos eran olvidables, podía recitarlos de memoria sin titubear.
Borges autor y Borges personaje lograron fundirse a tal grado que, en la dedicatoria de Fervor de Buenos Aires, escribió: “Nuestras nadas poco difieren, es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”.
Hizo de Buenos Aires el escenario de su particular mitología y se convirtió en uno de los emblemas de la ciudad. Tomás Eloy Martínez, en El cantor de tango, certificó la influencia de Borges en la vida bonaerense cuando mencionó a un colectivo de turistas interesados en conocer “el Aleph” de la calle Garay.
Con Borges se constata aquello de que un escritor obsequia dos obras a la posteridad: una compuesta por las páginas de su autoría y otra por la imagen difusa de sí mismo. Ese yo plural, esa anodina sombra, ha convertido a la literatura borgiana en una de las obsesiones más apasionadas de los lectores de este siglo y, quizá, de los venideros.