La historia nacional está condenada de ser leída e interpretada en concordancia con los intereses del gobierno en turno. Se articula, como escribió Luis González y González, “según molde e ideologías, con individuos de nariz levantada (presidentes, conquistadores, grandes asesinos, santos, sabios y artistas de reconocido prestigio) o con masas (los agricultores, los obreros, la clase media, la burguesía) o con ficciones (el Estado, la nación, el espíritu)”.
Esa rigidez conlleva a un revisionismo simplista de los acontecimientos y personalidades que conforman la identidad patria. Hace unas semanas, y como consecuencia de la petición del presidente López Obrador al rey de España —calificada como tonta y demagógica por Javier Marías—, la diputada Teresa Ramos Arreola propuso que se retiren de la Ciudad de México todos los monumentos alusivos a Cristóbal Colón y a Hernán Cortés, así como cambiar la denominación de las calles que lleven sus nombres.
La razón que adujo para legitimar su iniciativa fue que “Cristóbal Colón cometió atrocidades como la mutilación a los indígenas que no pensaban igual que él. También ordenaba asesinatos brutales de los nativos que se atrevían a rebelarse contra sus abusos, a quienes incluso ordenaba desmembrar y exhibirlos ante el pueblo para mantenerlo amedrentado”.
Llama la atención la urgencia de nuestros representantes por definir cuáles de los actores históricos fueron héroes y cuáles villanos. Cada día es más común escuchar, en voz de los dictadores del ayer, la reiteración de que el pasado debe rendir cuentas ante el jurado moral del presente. Con ese proceder se mantienen vivos complejos clientelares y narrativas cuyo objetivo es anticipar un sesgo electoral.
La proscripción de dos de los protagonistas de nuestra raíz mestiza —por los motivos ya mencionados— nos obligaría a establecer un procedimiento cívico para definir a los personajes que merecen un sitio en el espacio público; pero ¿existe en realidad una metodología de investigación rigurosa para este propósito?
Tan solo en la capital y en la zona conurbada es posible encontrar calles con los nombres de Agustín de Iturbide, Maximiliano de Habsburgo y Miguel Miramón —enemigos imaginarios del actual director del Fondo de Cultura Económica—, todos ellos artífices de los periodos imperiales de los que tanto se avergüenza la presente administración.
Hasta hoy, los dos criterios dominantes en la nominación de avenidas y monumentos han sido la ignorancia y la negligencia. Un ejemplo flagrante es el de la colonia “Constituyentes de 1917”, ubicada en Naucalpan, en la cual figura la calle “Licenciado Fernando Moreno”. Lo cierto es que al congreso constituyente no compareció el abogado Fernando Moreno Bañuelos, sino su contemporáneo, el médico cirujano Fernando Moreno García, quien lo hizo en calidad de representante del Estado de México.
También es importante puntualizar, pues la diputada Ramos Arreola no ahonda al respecto, que cambiar la nomenclatura de las calles constituye un problema administrativo para sus habitantes. Cuando, en el marco del centenario del nacimiento de Octavio Paz, se propuso cambiar el nombre de la calle Tres picos por el del poeta, los vecinos rechazaron la iniciativa teniendo en cuenta la infinidad de trámites que deberían llevar a cabo para regularizar sus domicilios e identificaciones ante las instancias correspondientes.
Si apelamos a la estadística y a la imaginería progresista, la defenestración del bendito Cortés apenas afectaría a unas cuantas colonias. Lo grave sería que le cambiaran los vientos a Juárez, porque al menos 856 calles de nuestra ciudad acabarían en la orfandad.