El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro dividió sus afectos entre París y Lima y dedicó la mayor parte de su obra a la narrativa breve. Mucho se ha debatido si forma o no parte del llamado “boom” latinoamericano, aunque, como ya precisó José Donoso, lo único que vincula a los autores de esa mal llamada generación sean las coincidencias geográficas y temporales y no las estilísticas.

Ribeyro fue, además de un cuentista de primer orden, un admirador confeso de los diarios, así lo hizo saber en su ensayo En torno a los diarios íntimos (1953), en el que subrayó que este género se basa en la cotidianidad y “se funda en el principio de la «veracidad» (…) o por lo menos una presunción de veracidad. Es necesario admitir a priori que los hechos consignados en el diario son verdaderos. Queda luego al arbitrio del lector o del erudito demostrar lo contrario”. Ocurre que, a diferencia de los diarios empleados como un procedimiento narrativo, en los personales el protagonista es el propio escritor.

Además, no se trata de una práctica escritural supeditada a la literatura: “Hay diarios de la vida amorosa, como el de Louise de Hompesch; diarios de la vida política, como el de Jacques Bainville; diarios de viaje, como el de Eugène Fromentin; diarios de la vida literaria, como el de los hermanos Goncourt; diarios de guerra, como el de Ernst Fingen; diarios de la reflexión artística, como el de Paul Klee, y así la enumeración puede proseguir hasta abarcar la mayoría de los aspectos de la actividad humana”.

El tono en el que están escritos suele ser confesional: “Las relaciones entre los diarios íntimos y la correspondencia son (…) estrechas. Exagerando un poco podría decirse que las páginas de un diario son cartas que el autor se dirige a sí mismo y que las cartas son páginas de un diario que se dirigen a una persona”.

Por último, Ribeyro se pregunta por la importancia que el autor concede a los posibles receptores de su trabajo: “En las cartas el destinatario está individualizado. En los diarios íntimos la situación es distinta: o no existe destinatario o el destinatario es todo el mundo. Los ejemplos típicos de los diarios sin destinatario son los de Benjamin Constant, Stendhal, Pepys, que sus autores jamás pensaron publicar. El caso contrario sería el de los diarios de André Gide, Ernst Jünger, Julien Green, que publicados en vida de sus autores se dirigen al público en general y están exonerados de todo carácter secreto”.

Estos fueron los puntos que consideró para la elaboración de su propia bitácora, La tentación el fracaso. En él expone su apremio económico, sus viajes, su estado de salud e incluso su nostalgia juvenil: “Cada vez el licor me hace más estragos. Hoy después de mucho tiempo de abstinencia más o menos forzada he bebido (…) una fuerte dosis de coñac y de vino. Ahora son las siete de la mañana y no puedo conciliar el sueño. Extraño mis viejas épocas de estudiante en que con la mayor tranquilidad del mundo bebía media botella de pisco y luego dormía como un bendito”.

Así como se toma el tiempo de criticar sus malos hábitos, hace el deleite de los curiosos de la historia de la literatura relatando a detalle los chismes del medio. Además de los altibajos de su amistad con Vargas Llosa —siempre oscilante entre el entusiasmo y el fastidio—, uno de los episodios memorables del cotilleo intelectual que desfila por sus páginas es el que protagonizaron Bona Tibertelli, Octavio Paz, André Pieyre de Mandiargues y Ricardo Paseyro. En 1961 Paz y Bona mantenían un romance y vivían juntos en París con el consentimiento de su exesposo Pieyre de Mandiargues, a quien seguían frecuentando con normalidad.

Cuenta Ribeyro que, a finales de aquel año, Paseyro “se encuentra con Octavio Paz y P. M. a quien ataca al grito de cocu (expresión francesa que significa marido engañado). (…) Paz trata de defenderlo, pero Paseyro, que es dejado pero violento, les pega a los dos. La mujer de P. M., al ver maltratados a su esposo y a su amante, se lanza sobre Paseyro y le muerde un dedo. Paseyro grita Concubine! y cae al suelo de dolor”.

Estas y otras minucias hacen de Ribeyro un conversador ameno e indispensable dentro de la tradición latinoamericana.

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