Desde que se dio el banderazo de salida a la elección presidencial de 2018 hemos sido testigos de un súbito intercambio de fichas entre los partidos políticos que se perfilan como protagonistas de los comicios.
Además de las alianzas, que en su mayoría sólo sirven para garantizar la sobrevivencia de las facciones advenedizas y aumentar la carga al erario, la tendencia vigente entre los funcionarios y politicastros es la de la renuncia a su partido de origen y la adhesión a una nueva “causa” que les permita conservar sus nombramientos u optar por otros de mayor envergadura, sin importar las confrontaciones que tuvieron con sus otrora opositores. Amparados en el supuesto de nuevas afinidades, campean de un extremo a otro del panorama haciendo eco de una de las prescripciones de Carl Schmitt: la política se traduce en la capacidad para elegir damnificados; y todo indica que ya sonaron las alarmas para cambiar de bando antes de que se oficialice la contienda.
Ya Jesús Silva-Herzog Márquez vaticinó la justificación de los chapulines y sus adoptantes: “La alianza con los esperpentos vale la pena para lograr el objetivo final”, es decir, votos son amores. La ambigüedad con que las organizaciones reconfiguran sus estructuras y reclutan a sus integrantes vuelve cada vez más exiguas su identidad y la congruencia que le deben a sus principios y a sus militantes.
Conforme se acerca julio, se hace más insostenible la farsa de los estándares morales que con tanto ahínco nos intentan vender los “artífices del cambio”, y más lánguidas las promesas que en 2012 posibilitaron la vuelta del PRI luego de su renovación cosmética. En medio de esta indigencia ideológica e intelectual, ¿es posible conservar un margen de integridad política? Como ciudadanos, ¿debemos creer que toda filiación es perecedera y confiar ciegamente en que “todo suma” a un mejor proyecto de nación?
Karl Löwith dejó dicho que “preguntar seriamente por el sentido fundamental de la historia nos quita el aliento. Nos traslada a un vacío que solo la esperanza y la fe pueden colmar”. Sin embargo, también nos queda la posibilidad de buscar en el pasado las experiencias históricas y los referentes culturales para cuestionar un presente anquilosado por la indulgencia ciudadana para con la clase gobernante.
Para ejercer la autoridad sobre nuestro imaginario político es necesaria la indagación de datos objetivos que nos permitan evaluar la gestión de cada uno de los miembros que se incorpora a una campaña y, con la información recabada, evaluar si aún merecen la oportunidad de participar de la vida pública o si, por el contrario, deben ser objeto de un ostracismo por la vía civil.
Las tensiones entre la memoria y el olvido permiten diagnosticar la salud de un Estado. Por ende, la falta de equilibrio entre ambos componentes de la balanza constituye una incitación al desastre. Podemos olvidar, por ejemplo, el hecho de que un diputado haya votado en contra de su bancada si sus motivaciones tienen un fundamento que trascienda los intereses gremiales en beneficio de las garantías individuales. Pero hay otros casos en los que la memoria colectiva debe imponerse a los caprichos de un grupo de poder y condenar a quienes han incurrido en conductas delictivas de cualquier naturaleza, aun cuando su contribución electoral parezca decisiva.
Si bien el recuerdo no alcanza a protegernos de nuestras recurrencias en el fanatismo, el perdón o la indiferencia, sí puede inducirnos en la prudencia como una vía para reprender a quienes buscan socavar la dignidad nacional por la vía de la manipulación y la indecencia.