El vínculo entre la escritura y la enfermedad ha ido estrechándose a medida que se reconoció la influencia del cuerpo en el desarrollo biológico e intelectual de la vida humana. La copiosa bibliografía al respecto alcanzó una de sus cimas cuando Thomas Mann exploró dos de los padecimientos que marcaron hondamente la sensibilidad de Occidente: la tuberculosis, en La montaña mágica, y el cólera, en Muerte en Venecia. Malcolm Lowry hizo lo propio en Bajo el volcán, novela que se interna en la selva oscura del alcoholismo y lo define como un trastorno autodestructivo que el personaje principal se intenta transformar en una enfebrecida búsqueda de la felicidad.

Existe también una veta en la literatura de la enfermedad, desarrollada en el siglo XX, que tiene como protagonista al propio escritor, quien relata las repercusiones de sus dolencias en la concepción de su trabajo y de la realidad. Virginia Woolf, en Estar enfermo, describió los lugares que se abren a la conciencia cuando un malestar acecha al cuerpo, y cómo desde esa zona nos es posible edificar una nueva sensibilidad equiparable a la suscitada por el amor o la guerra.

Acaso, tal como subrayó Susan Sontag en el famoso párrafo introductorio a La enfermedad y sus metáforas, llegamos al mundo con una doble ciudadanía, a la que eventualmente hemos de renunciar para trasladarnos del país de los saludables al de los enfermos. Siendo así, el objetivo de la escritora estadounidense consistió en desmontar las falacias asociadas a la tuberculosis y al cáncer, toda vez que ambas enfermedades se han empleado como ejemplos recurrentes para intentar el diagnóstico de una sociedad, creando con ello una especie de mitología que minimiza la relevancia de los pacientes individuales.

Anatole Broyard, crítico literario neoyorquino, refirió en Ebrio de enfermedad cómo hizo frente a su cáncer de próstata. Para ello ideó una estrategia narrativa con la finalidad de dotar de coherencia a los hechos: “Así como un novelista convierte su angustia en relato o novela con el fin de estar en condiciones de controlarla al menos hasta cierto punto, una persona enferma puede hacer a partir de su enfermedad un relato, una narración, como medio para tratar de desintoxicarla. La metáfora era uno de mis síntomas”. Más cercano a nosotros, Roberto Bolaño, ya sabiéndose desahuciado, caracterizó, en sus conferencias Literatura + Enfermedad= Enfermedad, a la persona que asume sin inhibición las concesiones que le permite su particular mano a mano con la muerte: “Escribir mal, hablar mal, disertar sobre fenómenos tectónicos en mitad de una cena de reptiles, qué liberador que es y qué merecido me lo tengo, proponerme a la compasión ajena y luego insultar a diestra y siniestra, escupir mientras hablo, desvanecerme indiscriminadamente, convertirme en la pesadilla de mis amigos gratuitos, ordeñar una vaca y luego tirarle la leche por la cabeza, como dice Nicanor Parra en un verso magnífico y también misterioso”.

Mortalidad, de Christopher Hitchens, y Gratitud, de Oliver Sacks, son también sendos testimonios de la degeneración inexorable a la que conduce nuestra finitud. En el primer caso, Hitchens, agudo polemista, acoge con ironía su nueva condición y trabaja a contracorriente a fin de extraer un halo de lucidez de sus últimos días: “La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos cuantos años útiles más, aceptas someterte a la quimioterapia y luego, si tienes suerte con eso, a la radiación e incluso la cirugía. Así que ahí va la apuesta: te quedas por aquí un tiempo, pero a cambio vamos a necesitar unas cosas tuyas. Esas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Sin duda, parece un intercambio razonable. (…) La gente no tiene cáncer: se informa de que luchan contra el cáncer. Ninguna persona que te comunique sus buenos deseos omite la imagen combativa: puedes vencerlo”. Sacks, neurólogo eminente, se despidió del mundo con la certeza de que lo dejaba en buenas manos.

La literatura no ofrece un tratamiento, pero sí un terreno común desde el cual pactar una tregua con nosotros mismos cuando nos alcance, como escribió Quevedo, “la hora de todos”.

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