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Rafael Leónidas Trujillo Molina fue un militar dominicano que concentró el poder de 1930 a 1961, periodo durante el cual desmontó las libertades civiles y la incipiente democracia en su país, consolidando una de las dictaduras más cruentas de América Latina. Pese a que hubo una supuesta alternancia en la presidencia, su relevancia quedó patente en el culto a la personalidad que fomentó en torno de sí y de su familia.
El control que ejerció sobre la prensa fue otro de los rasgos que evidenció su influencia en la vida pública. Un ejemplo de ello fueron las notas que aparecieron en todos los diarios de circulación de la isla cuando una de las calles principales de Santo Domingo, entonces conocida como la rimbombante Ciudad Trujillo, tomó el nombre de su hija: “Hoy se verificará uno de los homenajes más gratos para el pueblo dominicano; la inauguración oficial de una de las avenidas de mejor perspectiva en esta ciudad, con el nombre de la gentil Soberana de la Feria de la Paz y Cofraternidad del Mundo Libre, Angelita I”. Se elogió también, con toda pleitesía, la belleza y prosapia de la descendiente del generalísimo, la cual “representa para los dominicanos algo así como una hermosa flor en su primer amanecer, cuya fragancia y belleza solo tienen par con sus propias virtudes”.
Se añadió que el porte de Angelita impresionó incluso a la reina Isabel II de Inglaterra, quien la recibió personalmente y solo tuvo para ella “elogios y frases cariñosas”. No conformes con semejante exaltación, se dijo que los pobladores de las regiones aledañas a la capital también quisieron rendir homenaje a la joven, por lo que exigieron a sus municipalidades que hicieran lo propio y nombraran una vialidad como ella, pues tal era el “sentimiento de la comunidad”.
La alocución principal fue pronunciada por el presidente del Consejo Nacional: “La avenida que hoy se inaugura compendia el progreso alcanzado por la República durante la grandiosa Era Trujillo y resume la clamorosa admiración y el cariño siempre renovado que el pueblo siente por su bella soberana Angelita Primera”.
El “Insigne Padre de la Patria Nueva, Generalísimo Doctor Trujillo Molina” no quiso disimular su orgullo y, con el despotismo que lo caracterizaba, demandó la presencia de todo el gabinete. Hubo también palabras de admiración para el tirano, dirigidas por un estudiante: “la iniciativa surgió de nuestras mentes y nuestros corazones, como hijos espirituales de Trujillo que somos, forjados en la escuela de superación y de engrandecimiento patrios, de la cual hemos salido con la conciencia ciudadana y el espíritu afinado para servir en las causas nobles”. El acto concluyó con un aplauso atronador para el autócrata y su familia.
Euclides Gutiérrez Félix, autor del libro Trujillo: monarca sin corona, explicó que estas fastuosas ceremonias demostraban “que en la parte oriental de la isla de Santo Domingo se había establecido en realidad una monarquía absoluta con el disfraz de República, con una activa y glamorosa nobleza insular”.
Tales excesos y otros manchados de sangre y opresión fueron registrados por Mario Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, novela en la cual Trujillo es presentado en su faceta más grotesca. Siguiendo la ruta trazada por Stalin —quien embriagaba a sus más cercanos para después ridiculizarlos—, el dominicano se valía de la humillación como forma de legitimar su jerarquía. Vargas Llosa explicita los abusos sexuales que cometió en contra de las esposas de sus colaboradores y cómo se jactaba de ello en las fiestas que organizaba.
Goethe dejó dicho que no existe el gran hombre para su ayudante de cámara. Vargas Llosa reitera ese argumento cuando Trujillo es asolado por la enfermedad, un cáncer de próstata que le provoca primero incontinencia y después impotencia. Es emblemática la frustración del dictador, quien exige que uno de sus ayudantes deje caer un vaso con agua en su entrepierna para disimular la orina cada vez que no logra retenerla. La fastuosidad no es imperecedera, y la historia no siempre admite reivindicaciones.