Luego de la caída de Tenochtitlan, las comunidades originarias fueron condenadas a una suerte de esclavitud, con la salvedad de quienes hubieran pertenecido a la nobleza prehispánica, pues a ese grupo se les asignaron tareas de servidumbre menor e incluso se les permitió conservar cargos de relativa importancia en la administración pública.
Cuando los llamados conquistadores cayeron en cuenta de la enorme cantidad de recursos que podían explotarse en los nuevos territorios, solicitaron a la corona un incremento de la fuerza de trabajo, fue entonces que comenzó el arribo de los esclavos africanos al continente. Con ello renació la figura jurídica romana que nulificaba la humanidad de los pertenecientes a esa clase y los reducía a una mera condición de objetos o bienes, de los cuales se podía disponer según la voluntad de sus propietarios.
El hecho de que la sociedad novohispana estuviera bajo el escrutinio de la monarquía y de la iglesia católica provocó que la esclavitud debiera someterse a distintas formalidades y registros. Los acervos de los escribanos y notarios de la colonia constituyen una relatoría fidedigna de los mecanismos mediante los cuales operaba el mercado de esclavos y de la indudable injerencia que tuvo el cristianismo en esas prácticas ya que, instituido como paradigma moral, invisibilizaba la subyugación en los espacios públicos y la volvía motivo de comercio entre particulares.
Los documentos en que obran las transacciones dan cuenta del terrible estado en que vivían los esclavos en la Nueva España. Además de las marcas y las sanciones físicas, las condiciones de higiene y alimentación a las que eran sometidos comprometían su salud y reavivaban su deseo de supervivencia. De ahí que en los títulos de propiedad se insistiera en detallar las características físicas y el temperamento de cada uno para, con base en ello, atribuirle una tasación económica.
En el volumen La esclavitud en el Valle de Toluca (1558-1630), editado por el gobierno del Estado de México, se detalla que la gran mayoría de los esclavos que arribaron a la región central del virreinato venían procedentes de Angola, y que el valor promedio de un hombre negro, fornido, saludable y de buen comportamiento era en promedio de 500 pesos de oro común, en tanto que el valor de un menor de edad era aproximadamente de 125 unidades. Tratándose de las mujeres, su precio era proporcional a su capacidad de procreación. Los defectos considerados más graves entre los cautivos eran el gusto por la bebida, el hurto y la proclividad a huir, aunque en muchos casos se pensaba que la aplicación de medidas disciplinarias bastaría para corregirlos. Cuando lograban escapar y eran capturados, seguían siendo susceptibles de venta, siempre y cuando el comprador compareciera a recogerlos en la prisión.
Había también medios para su manumisión. El más socorrido consistía en el pago íntegro al propietario, siempre y cuando este último diera su anuencia para culminar el procedimiento. En otras ocasiones, cuando los dueños se encontraban en el lecho de muerte, decidían acometer una última buena obra o reconocer el servicio de sus esclavos y les concedían la libertad.
Un caso muy sonado durante el siglo XVII fue el de Juan del Puerto, un presbítero que adquirió a una familia compuesta por Marta de Rivera, Alonso Álvarez y sus cuatro hijos. El cura desarrolló tal afecto por ellos que fue liberándolos gradualmente y les pagó por sus servicios para que hallaran un modo de subsistencia. Cuando la señora Rivera declaró ante las autoridades que su esposo y sus descendientes eran libres, Juan del Puerto corroboró su palabra y sentó con ello un precedente hacia la abolición.
Los testimonios materiales de aquella época, pese a su crudeza, constituyen una fuente de información inobjetable de cómo fue consolidándose el proceso civilizatorio en el valle de México y una crónica elocuente y veraz del desarrollo de los derechos humanos.