A mi amigo Alejandro Archundia

The Man  Booker  Internacional  Prize fue  un  galardón  que, desde su creación en 2005 y hasta 2015, se entregó cada dos años  y  su  objetivo  fue  reconocer a quien, independiente de su nacionalidad, contribuye “a la ficción en el escenario mundial”.

El premio se otorgaba a un autor vivo, teniendo en cuenta la totalidad de su obra, siempre y cuando ésta hubiera sido escrita o traducida al inglés. La decisión final le correspondía, por lo menos, a  tres especialistas que eran elegidos por el comité organizador. Entre los ganadores figuraron Ismael  Kadare  (2005),  Chinua  Achebe  (2007), Alice Munro (2009), Philip Roth (2011), Lydia Davis (2013) y  Lázsló  Krasznahorkai (2015).

Uno de los grandes aciertos  del jurado del Booker fue  haberlo  entregado a Roth, escritor imprescindible del siglo pasado y que mantuvo su vigencia hasta su muerte, ocurrida apenas el 22 de mayo de este año.  Autor prolijo y riguroso,  Roth fue consciente desde muy joven de su vocación literaria, y para ello se valió de su  memoria prodigiosa  y  de  su obsesión por el trabajo, mismas que  lo llevaron a la osadía de  invertir meses en construir la frase inaugural de  cualquiera de sus  libros.  Desde que publicó su primera recopilación,  Goodbye, Columbus,  llamó la atención de la prensa y de sus colegas, entre ellos de John  Cheever, quien le extendió una recomendación: “El señor Roth ha hecho tanto porque los paisajes y las poblaciones de esa parte del mundo resulten interesantes, que hoy es imposible viajar por Newark y  Orange sin sentir pesar”.

Aunque destacó en el ensayo y en el relato, leer a Roth es  leer a un  autor de sagas más que de novela. En  su universo narrativo hay personajes que reaparecen de un libro a otro, estableciendo con ello vínculos y referencias que enriquecen y apuntalan obras  de muy distintas pretensiones.  La más famosa de las que escribió tiene como protagonista a Nathan Zuckerman,  ésta  consta  de dos etapas, la primera de ellas integrada por los siguientes títulos:  La visita al maestro,  Zuckerman desencadenado,  La lección de anatomía  y  La orgía de Praga; y la segunda, por  La  contravida,  Pastoral americana,  Me casé con un comunista,  La mancha humana  y  Sale el espectro.

Además de la serie ya mencionada existen otras de menor extensión, pero en todas ellas Roth da tratamiento a sus inquietudes centrales, como la identidad de los judíos ante la historia y su lugar  en la idiosincrasia estadounidense, el amor, la sexualidad y el narcisismo,  la tentación del nihilismo y la necesidad de dar sentido a la propia existencia, las preguntas que se plantea el yo y que pueden vulnerar la conciencia.

Pero también está latente  su  vínculo  con el tiempo y la historia, como es apreciable en sus reflexiones sobre la agitación de los años 60, las administraciones de Richard Nixon y de  Bill Clinton, su polémica relación con Israel y sus agudas críticas al ejercicio del poder y la fragilidad de la memoria.

Como ocurre con los escritores que se han convertido en clásicos y los que están en vías de serlo, cada  lector, en tiempo y en lugar, puede  encontrar a su propio Roth. Yo he podido sentir la influencia de muchas de sus obras. Las que recuerdo con más fidelidad ahora son  Patrimonio, una de las descripciones más potentes del amor filial y del debilitamiento aparejado a la vejez,  y la estremecedora  Némesis,  que relata  la lucha contra los avatares de la naturaleza  y la impotencia ante la inminente derrota de nuestra humanidad.

No deja de ser significativo que en el año de la muerte de Philip Roth se haya suspendido la entrega del premio Nobel de Literatura.  Me gustaría creer que el azar decidió rendirle un homenaje póstumo a quien fuera el candidato eterno para obtener el reconocimiento más representativo de las letras universales.

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