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Antonio Díaz Soto y Gama figura en la historia nacional como uno de los principales colaboradores de Emiliano Zapata y como el ideólogo más importante del agrarismo. Una de sus intervenciones más recordadas en la Revolución ocurrió durante la convención de Aguascalientes en 1914, cuando acudió como el máximo representante del ejército suriano y, al proponérsele firmar la bandera en la cual estamparon su rúbrica todos los líderes de los grupos en pugna, se negó a hacerlo porque, en sus palabras: “Aquí venimos honradamente. Creo que vale más la palabra de honor que la firma estampada en este estandarte (…) que al final de cuentas no es más que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide”. El incidente provocó tal alboroto que casi le cuesta la vida.
A la muerte de Zapata trató de institucionalizar el movimiento mediante la creación del Partido Nacional Agrarista, sin embargo, las luchas internas y la creación del Partido Nacional Revolucionario obligaron a su disolución. Cuando se negó a sumarse a esa fuerza política emergente, Soto y Gama quedó a la deriva política y cargó desde entonces con el epíteto de disidente.
En un intento por reconstruir su biografía, tuve la oportunidad de entrevistarme con tres de sus hijos, quienes me permitieron revisar una serie de documentos olvidados que dan cuenta de su faceta docente, misma que ha sido eclipsada por su activismo.
A la luz del archivo familiar pude constatar que Soto y Gama inició su trayectoria hacia 1930 en la Escuela Nacional Preparatoria como catedrático de Historia de México. Uno de sus alumnos de aquella época, Mario Moya Palencia, recordaba la pasión con que solía expresarse frente a grupo: “Lo vi patear, gritar, decir imprecaciones y llorar. (…) Nunca perdió sobre la tarima su brillantez de hombre claro, sencillo, pero formidablemente dialéctico, ni su aparatosidad parlamentaria”.
Además fue contratado por la Escuela Nacional de Jurisprudencia para hacerse cargo de la materia de Derecho Agrario. Fue en esa encomienda que se mantuvo férreo en la defensa de sus ideas zapatistas, a través de las cuales mostraba a los alumnos ese otro México vituperado de los campesinos. Edmundo S. Meouchi escribió: “El maestro Soto y Gama fue y es un revolucionario excepcional, porque es un hombre sincero y honesto. Soto y Gama purifica, completa, supera su credo político pero no lo contradice. No hace tabla rasa de sus recuerdos y experiencias ni enloda los prestigios de sus antiguos camaradas, los vivos y los muertos”.
Congruente como pocos, para octubre de 1952 escribió al rector Mario de la Cueva su negativa a evaluar a título de suficiencia al hijo del entonces presidente Miguel Alemán Valdés, quien había sido un alumno irregular. Las razones que adujo fueron las siguientes: “Por elementales consideraciones de delicadeza y de rectitud moral, debo excusarme (…). Como es de pública notoriedad, mi actuación como ciudadano ha sido de constante oposición al régimen que preside el señor padre del expresado alumno (…). Al proceder a calificarlo me sentiría yo moralmente cohibido, en virtud de que si le fijaba yo una calificación baja, ello podría atribuirse a pasión o animosidad en su contra por razones políticas, y si, a la inversa, le otorgaba una calificación alta, daría ello de seguro lugar a comentarios desfavorables, atribuyéndoseme absoluta falta de valor civil o complacencias de tipo cortesano”.
Cuando le fue otorgada la medalla Belisario Domínguez, Soto y Gama la aceptó con humildad, pero no perdió la ocasión para reiterar que nunca persiguió reconocimiento alguno. De hecho, su honestidad lo alejó de los cargos públicos y sobrevivió gracias a sus ingresos como profesor y a la columna que publicó en EL UNIVERSAL. Su familia aún habita el inmueble de la calle de Zarco en la colonia Guerrero, símbolo imperturbable de la probidad del maestro.