Josep Guardiola se ha convertido, a sus 48 años y al cabo de una década, en uno de los directores técnicos más influyentes de la historia del futbol. Sus triunfos y derrotas, sobre todo en competencias internacionales, han motivado una polémica sobre las implicaciones del éxito y el fracaso.

Una de las características más llamativas del trabajo de Guardiola es su irreductible aspiración a la excelencia. La ruta que ha seguido para alcanzar ese objetivo es, en principio, la conformación de un minucioso grupo de colaboradores que le permita disminuir el margen de error y prestar máxima atención a los detalles.

Luis Martín y Pol Ballús, en Cuaderno de Manchester, intentan dimensionar el logro de Guardiola y su equipo en la temporada 2017-2018: “Los hechos eran elocuentes. Esa tarde, el equipo de Guardiola consiguió ser el primero en obtener 100 puntos en la historia de la Premier League (50 en casa y 50 a domicilio, algo insólito) y alcanzaba el título con la mayor diferencia de puntos (18) jamás obtenida con respecto al segundo clasificado”. Este año fue aún más sorprendente, pues arrasó con los torneos locales.

La metodología que ha seguido el Manchester City desde la llegada del catalán se fundamenta en preceptos básicos para el funcionamiento de todo proyecto: el orden, la disciplina, el respeto, la confianza en los especialistas y la delimitación de competencias, así como la colaboración coherente entre todas las áreas que conforman el club. Enemigo de la improvisación y partidario de la consistencia, Guardiola despliega el desarrollo teórico que reafirma una perspectiva en torno al deporte, la de la eficacia y el espectáculo.

Otro rasgo que enriquece y fortifica los objetivos comunes es su calidad humana: “Pep baja del despacho al césped en todos los entrenamientos, llueva (lo cual no es precisamente raro), nieve (varias veces este año), brille el sol (…) Siempre está al pie del cañón. Los días que descansan los titulares, por ejemplo, no falla nunca porque piensa que apoyar a los suplentes también es su deber. ‘Los que no juegan necesitan más cariño, hay que cuidarlos más’”.

Aspectos tan aparentemente nimios como la creación de un vestidor oval, en el que todos los jugadores estén frente a frente, o el grabado de un verso de Tony Walsh —poeta mancuniano— que reza “algunos nacimos aquí y otros hemos venido, pero todos lo llamamos hogar”, constatan el ánimo incesante de perfeccionamiento y armonía que, según las convicciones de Guardiola, han de desembocar en la depuración de un estilo que conserva un aire romántico: ponderar la calidad técnica sobre la mera potencia física.

En su oficina, se dice, brilla la siguiente reflexión de Marcelo Bielsa: “Los momentos de mi vida en que he mejorado tienen que ver con el fracaso (…) El éxito es deformante, relaja, engaña, nos vuelve peores, nos ayuda a enamorarnos de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos hace coherentes. (…) Sé que la alegría de un triunfo en un partido te dura cinco minutos, después hay un vacío enorme y una soledad indescriptible. No permitan que el fracaso les deteriore la autoestima. Cuando ganas, el mensaje de admiración es confuso (…). Cuando pierdes sucede todo lo contrario. Lo importante es la nobleza de los recursos utilizados”.

Si el descalabro instruye, la conquista es también edificante: “Luego de obtener la victoria en un partido complicado contra el Bournemouth, Guardiola notó que los jugadores entraron al vestidor a revisar sus celulares, entonces les dijo a sus futbolistas que, si con lo que acababan de hacer, lo que acababan de ganar, no eran capaces de expresar alegría, no eran un equipo como dios manda. (…) Fue entonces cuando la plantilla empezó a comprender el valor de las victorias y las celebraciones en el vestuario”.

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