Durante la última década del porfiriato, la Ciudad de México experimentó un auge en la apertura de restaurantes y cantinas. Las características que diferenciaban a los negocios y permitían evaluar su impacto en la dinámica social —como afirma Víctor Maximino Martínez Ocampo— eran: la ubicación, las dimensiones, los propietarios, el personal y los comensales.
Rubén M. Campos, en El Bar. La vida literaria en México en 1900, trazó una cartografía de los espacios y personajes que hoy forman parte de nuestra memoria cultural. Uno de los más connotados juerguistas fue Bernardo Couto Castillo, quien siendo un mancebo incursionó en la “vida bohemia” del expendio y el burdel. Con apenas 20 años y un solo libro publicado —Asfódelos—, Couto era ya un espectro irreconocible: “Cuando lo veíamos asomar a la puerta […] envenenado de alcohol, [pedíamos] al mozo una copa de coñac y una botella de gingerale […] y ofrecíamos al enfermo el único remedio que hay para resucitar a un intoxicado. [Jesús] Urueta veía aterrado al pobre niño que llevaba el vaso a la boca con las manos temblorosas, el primer síntoma del delirium tremens, y bebía ávidamente hasta agotar el brebaje salvador”. Poco después, el joven escritor moriría a causa de una pulmonía, inaugurando un listado de víctimas célebres de “la sed de ensueño y de alcohol”, en la que también se inscribieron, entre otros decadentes, los nombres de Jesús E. Valenzuela, Julio Ruelas y Alberto Leduc.
En sus descripciones de la tertulia previa al estallido de la Revolución, Campos refiere que los bares pasaron de ser sitios de algarabía para convertirse en refugio de los corillos de conspiradores. Esa transición hizo que los intelectuales menos radicales los abandonaran gradualmente, pues evitaban mezclarse con los futuros partisanos.
En lo que respecta a los restaurantes, uno de los que causó mayor impacto entre la farándula y la clase política fue el “Gambrinus”, inaugurado el primero de septiembre de 1904 y que estuvo ubicado en la segunda calle de San Francisco y el callejón de Santa Clara, donde compartía el local con el “Club Británico”, en la zona en que hoy hacen esquina las calles de Madero y Motolinía. Además de su ubicación privilegiada, contaba con un horario de atención hasta la una de la mañana. Considerado uno de los recintos de lujo, la prensa elogiaba el decorado del local, apegado al estilo art nouveau y las especialidades de la cocina francesa que ahí se degustaban. También era famosa la cantina “anexa al establecimiento […], donde se expenden vinos y licores de exquisita calidad, que a juicio de los conocedores son de lo mejor que se encuentra en la capital”. Attilio Bellato, dueño del lugar, gustaba de participar en los concursos de decoración de fachadas organizados por el Ayuntamiento.
En 1907, “el aristocrático y elegante restaurant y cantina, y cuyo propietario mandó traer expresamente grandes cantidades de gardenias y camelias para colocarlas en artísticas figuras bajo astas de banderas italianas y mexicanas”, fue merecedor de uno de los primeros premios.
Luego de diversos conflictos familiares relacionados con el negocio, en 1911 Bellato vendió el restaurante a Faustino Vega, quien decidió suspender las actividades y hacer una fastuosa remodelación: “Hay gran entusiasmo por la próxima apertura del gran restaurant ‘Gambrinus’, que se efectuará en los últimos días de la presente semana […] El restaurant tendrá mayor amplitud que el antiguo, pues en la parte baja se demolieron las columnas, dejando un salón brillantemente decorado e iluminado. Muchos miles de pesos se han gastado en la obra, pues el piso alto del edificio, donde estuvo el Casino Británico, también fue adaptado para el uso del restaurant, habiendo lujosos gabinetes y salones para familias y para banquetes”.
Unos meses después de su reapertura, el selecto “Gambrinus” sería el escenario de una conspiración que marcaría el destino trágico de una familia y de un país.