La periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich, en El fin del Homo sovieticus, explicó que el experimento social dirigido a la creación del hombre rojo propugnaba la hegemonía de la historia sobre la moral y la memoria, por lo que su ascenso al poder estuvo regido por la novedad y se fundó en la aniquilación de los modelos que le antecedieron, en el afán de despojar a los sujetos gradualmente de su pasado.

Esta tendencia, respetando las desproporciones ideológicas, se ha convertido en una especie de ejercicio ritual que se repite en nuestro país en cada cambio de gobierno. Habitualmente, la facción entrante aspira a la destrucción del pasado inmediato, sin importar que la continuidad pueda contribuir a la solidez de un proyecto de Estado.

En semanas recientes, el debate sobre la designación de cargos públicos se ha reavivado, sobre todo en lo concerniente a la aptitud que se requiere para desempeñarse en puestos de alta responsabilidad. Un ejemplo de lo anterior es el funcionamiento de la Biblioteca Vasconcelos, la cual se convirtió durante el sexenio recién concluido en uno de los centros culturales más importantes a nivel continental. Según los testimonios de las personas que han laborado ahí, la vocación del personal encauzada por el liderazgo de su director, —el editor Daniel Goldin— lograron transformar un proyecto aparentemente anquilosado en un puntal del fomento a la lectura y el mejoramiento de la vida comunitaria.

Aunque no abundan, ejemplos como el anterior confirman que ha habido espacios y dependencias cuyo éxito se ha cimentado en la conformación congruente de un equipo de trabajo. Si las transiciones son tan controvertidas es por la poca transparencia que existe en la remoción y nombramiento de los funcionarios en el orden local y federal. Es práctica común que los cargos de máxima jerarquía se asignen por decreto, sin embargo, siendo la premisa del Ejecutivo en turno el “combate a la corrupción”, este proceder entraña una incongruencia aún más desconcertante.

Para ser claro, la legislación mexicana no contempla a la corrupción dentro de un tipo penal específico, por más que desde el palacio de gobierno se insista en que se le juzgará como un delito grave que ameritará prisión preventiva de oficio. A falta de un concepto marco de corrupción, podemos acogernos al que suscribimos como país promovente y signatario de la “Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción”, celebrada en Mérida en 2003. El objetivo del evento fue introducir “un conjunto cabal de normas, medidas y reglamentos que pueden aplicar todos los países para reforzar sus regímenes jurídicos y reglamentarios destinados a la lucha contra la corrupción. En ella se pide que se adopten medidas preventivas y que se tipifiquen las formas de corrupción más frecuentes tanto en el sector público como en el privado”.

El artículo 7 de la Convención establece que cada “Estado Parte, cuando sea apropiado y de conformidad con los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico, procurará adoptar sistemas de convocatoria, contratación, retención, promoción y jubilación de empleados públicos y, cuando proceda, de otros funcionarios públicos no elegidos, o mantener y fortalecer dichos sistemas”. En ese tenor, cabría preguntarnos qué esfuerzos se están llevando a cabo para apuntalar el sistema civil de carrera, siendo que muchos de los especialistas que han desarrollado su trayectoria en el sector público están siendo relegados o sustituidos, negando incluso a los sucesores inmediatos —léase subdirectores, jefes de departamento, etc.— el crecimiento profesional al que podrían aspirar por formación y competencia.

En última instancia, el caso de la Biblioteca Vasconcelos me parece alentador, pues fui testigo de los esfuerzos de Rafael Tovar y de Teresa por movilizar ese elefante blanco que agonizó durante dos sexenios. Incluso supe de su iniciativa de crear un fondo privado para promover la curiosidad intelectual, misma que, espero, siga abrevando en la otrora estación del tren.

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