Se ha abierto una nueva ventana para debatir a fondo algunos de los grandes temas y retos que enfrentamos los mexicanos. La lista es larga, porque durante muchos años fuimos pateando el balón esperando que alguien más pudiera tomar las decisiones difíciles que representan algunos de estos temas. O porque los grupos en el poder simplemente decidieron que no le convenía a sus intereses. Sea cual sea el caso, yo celebro que hoy se vuelvan a poner en la mesa temas cruciales como la despenalización de la marihuana para fines recreativos o la necesidad de establecer finalmente un ministerio público federal autónomo e independiente. Son batallas esenciales que hay que dar, y hay que darlas ya.
En este proceso cargado de tantas y tantas urgencias algunas agendas van perdiendo categoría. Y no porque no sean importantes, sino porque simplemente hay pocos que las defiendan, o porque no están directamente relacionadas con el poder y entonces a ningún grupo político le interesa demasiado perder tiempo en ellas. El tema de la violencia contra los niños es uno de ellos. Y la urgencia de discutir a fondo sus raíces, sus razones y sus posibles soluciones, nos regresa un día sí y otro también en las noticias. Baste decir que diariamente se asesinan en México a 3 niños. Y aunque esta cifra no se compara con los asesinatos diarios de niños en otros lugares del mundo como, por ejemplo, en Centroamérica, en donde las bandas de crimen organizado reclutan a un creciente número de niños y adolescentes para realizar los trabajos más peligrosos y que terminan con su vida, el nivel de violencia cotidiana al que están expuestos los niños mexicanos es inaceptable: nalgadas, manazos, golpes, ataduras y jaloneos son la realidad que viven millones de ellos.
En México seguimos tratando a los niños como si fueran propiedad de los padres, como si en ellos no aplicaran las normas básicas de respeto que exigimos para los adultos. ¿Nos parecería bien que un superior jerárquico en el ámbito laboral nos pegara para corregirnos de un error? ¿Qué nos retuvieran el pago por equivocarnos? No. La respuesta es no. ¿Por qué nos parece entonces aceptable que un padre o madre de familia le pegue a un niño en esa misma circunstancia? ¿Por qué son de su propiedad y ellos pueden hacer lo que quieran con ellos? ¿No tiene un niño el mismo derecho que un adulto a vivir una vida libre de golpes, castigos o tortura física? ¿Por qué creemos que no? Porque hemos normalizado la violencia contra los niños en el país, porque hay mucha gente —el 40%, para ser exactos— que cree todavía que “una nalgada a tiempo” es utilísima para formar el carácter de un niño, para que aprenda la lección. El 63% de los niños mexicanos de 1 a 4 años ha experimentado alguna vez alguna forma de castigo físico o psicológico por miembros de su familia.
México tiene una de ley general de protección de los derechos de niñas, niños y adolescentes completísima, de las más completas del mundo. Aún así, en ella no está prohibido —como sí lo está en muchos países del mundo— los castigos corporales por parte de un familiar. De hecho, incluso en 14 estados, se permite —o se excusa, para ser más precisa— la violencia física en contra de los niños si los golpes fueron consecuencia de un arrebato derivado de una “emoción violenta”, porque el agresor “no lo hizo con dolo”, o porque ejerció su “derecho a corregir” al niño o niña.
Si queremos construir un México en paz, debemos garantizar que los niños crezcan libres de violencia. Urge una reforma legislativa en este sentido. Porque eso de que se llame a que los padres “se abstengan” de ejercer violencia física hacia sus hijos no parece ser un buen comienzo.
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