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En pláticas casuales, comidas familiares o en redes sociales, es frecuente toparse con el argumento de que en México tenemos demasiados problemas como para estarnos preocupando por lo que sucede en otras partes del mundo. Y sí, problemas tenemos muchísimos, eso que ni qué. Pero una cosa no quita la otra. Es decir, el asunto no es un juego de suma cero en el que para que uno gane nuestra atención el otro la tiene que perder. Tampoco constituye, en ningún sentido, traición a la patria que nos importe algo que sucede fuera de nuestras fronteras o que no involucre a ciudadanos mexicanos.
A mí francamente me importa muy poco si la mujer que sufre una injusticia es tamaulipeca, somalí o ecuatoriana; si el niño soldado es congolés o colombiano, si los desplazados por la fuerza de sus comunidades están en Yemen o en Chiapas, si las niñas que no van a la escuela porque tienen que ayudar con el trabajo doméstico están en Guerrero o en Afganistán. Cierto: a veces es más factible trabajar para resolver estos problemas en lo local que involucrarse con problemáticas que están a miles de kilómetros de distancia, pero esa es otra cosa.
Pensemos, por ejemplo, en el caso de los niños separados cruelmente y contra toda humanidad por el presidente Trump en la frontera. El caso llegó a titulares de todo el mundo, incluido México. Sin embargo, se supo por voz del canciller Videgaray que la gran mayoría de estos niños no eran mexicanos, nos dejó de importar tanto... hasta que hoy el tema, prácticamente, ha salido de la conversación pública del país. El gobierno mexicano dejó de ejercer presión sobre la administración de Trump simple y sencillamente porque no quería meter ruido en pleno proceso de renegociación del TLCAN. Decidieron matar el tema bajo el pretexto de que “la gran mayoría no eran mexicanos”. ¿Por qué cambia en algo que estos niños sean compatriotas nuestros, guatemaltecos o salvadoreños? ¿No nos damos cuenta de que normalizar la violación a los derechos humanos de cualquier persona finalmente termina por afectarnos a todos? ¿Que cómo lo hace? Por varias vías. La primera, enviando mensajes a nuestros gobernantes de lo que somos capaces de tolerar. En otras palabras, de donde pintamos nuestra raya de lo que creemos que es un trato aceptable de un ser humano. Eso se traduce en posiciones a nivel internacional, es decir, en un mayor o menor compromiso del país para defender posiciones humanitarias, involucrarse activamente o no en soluciones de fondo, en la profundización de la legislación de protección a los derechos humanos de las personas desde el ámbito global.
Además, aunque no en todos los casos sucede, el de los niños centroamericanos tiene una dimensión doméstica directa. Prácticamente todos ellos pasan por territorio nacional y, como ha sido ampliamente documentado, son también objeto de violaciones a sus derechos humanos. Muchos de ellos también son separados, por nuestras autoridades, de sus familias con acceso a sus padres o madres solo en ciertos momentos durante el día. ¿Tampoco nos importa porque no son mexicanos? ¿o porque son migrantes? ¿O porque son pobres? ¿O por todo un poco?
En una democracia es esencial que la opinión pública presione a sus autoridades para que éstas inviertan recursos y tomen riesgos a favor de la defensa de los derechos humanos. Como nos enseñó la renegociación del TLCAN y la crisis de los niños migrantes, para éstas hay temas “sacrificables”, y nuestra apatía tiene consecuencias.
Twitter: @anafvega