La congregación de la sinagoga Tree of Life —Or L’ Simcha, en hebreo—, de Pittsburgh, se define como “progresiva, igualitaria y tradicional”. Está formada por alrededor de 530 familias judías de esa ciudad, algunas de las cuales estaban reunidas el sábado pasado durante los servicios religiosos del Shabat. En el edifico se estaba llevando a cabo también el Brit Milá —la celebración de la circuncisión— de un bebé. No había policías armados custodiando la entrada —como sí sucede en ocasiones especiales o fiestas importantes desde hace algún tiempo— porque era sólo eso, un Shabat “normal”.
Entonces, un individuo de nombre Robert D. Bowers entró al edificio gritando consignas antisemitas y abrió fuego contra la congregación. Once personas fueron asesinadas y seis heridas, incluyendo cuatro policías que acudieron a los llamados de auxilio.
Bowers había anunciado su intención de atacar la sinagoga a través de la red social Gab, una plataforma que utilizan usuarios racistas y de la ultraderecha estadunidense a los que se les ha vetado en Twitter. Horas antes del ataque, Bowers escribió varios mensajes de odio en contra de los judíos y unos minutos antes, simplemente posteó: “Voy a entrar”.
Este individuo, arremetió también contra la caravana migrante de centroamericanos que pasa por México en su intento por llegar a los Estados Unidos para pedir asilo. En los últimos días, los fanáticos del alt-right, han acusado a un par de organizaciones humanitarias judías de promover y ayudar a los migrantes —a los que llaman “invasores violentos”— en su trayecto hacia el norte. El propio Bowers así lo hizo en Gab seis días antes del ataque en contra de la sinagoga: “Noto que la gente está cambiando y en vez de decirles ilegales ahora están comenzando a decirles invasores. Esto me gusta”. En foros en los que suelen reunirse miembros ultras de la alt-right, circula una imagen de algunos migrantes centroamericanos subiendo a una camioneta en la que está pintada una estrella de David. Pretexto suficiente para el odio.
La irrupción de Trump a la vida pública estadunidense ha sido acompañada por un aumento en los crímenes de odio en contra de las minorías, según datos del propio FBI. Desde entonces, y cada vez con mayor urgencia, se ha abierto un debate en Estados Unidos que hoy es particularmente pertinente para México: ¿qué peso tienen las palabras, los discursos y las descalificaciones hechas desde el poder? Los conservadores estadunidenses, la Casa Blanca misma, ha dicho que es absurdo pensar que los dichos de Trump —el odio que ha expresado en contra de ciertos grupos e individuos (con nombre y apellido)— sean los causantes de actos violentos.
La extraordinaria Dahlia Lithwick escribió hace unos días para Slate: “Quizá en vez de perder otro día en el ciclo sin sentido de tratar de entender si la gente que escribe un tuit racista, antisemita o antiinmigrante realmente causa ataques antisemitas, antiminorías o antiinmigrantes. Eso ya no es el punto. El punto es que la gente que odia a los judíos, inmigrantes o minorías creen que cuando cometen violencia en contra de estas personas, se están comportando como los seguidores que su presidente quiere que sean”.
En México, los ataques hechos desde el poder que hoy detenta Andrés Manuel López Obrador hacia ciertos grupos —empresarios, periodistas, organizaciones civiles— importan. Importa que el presidente electo acuse de corruptos y descalifique de saque a quienes no piensan como él. Importan los ataques personales, los calificativos negativos. Importan porque deshumanizan, y la deshumanización del otro —del diferente, del opositor— sólo debilitan los puentes de diálogo, esos que son indispensables para inhibir la violencia. No nos podemos acostumbrar a eso.
Twitter: @anafvega