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Hace unos años un grupo de jóvenes mexicanos “hackeó” exitosamente la Cámara de Diputados. La historia va así: en 2013 los diputados decidieron que el Congreso necesitaba una app que “acumularía, analizaría e interpretaría” toda la información generada como parte del trabajo legislativo. La idea era que los diputados pudieran tomar mejores decisiones y acceder a información más fácilmente. Hasta ahí todo bien. Después, una revelación periodística hizo público que la famosa app que pretendían usar los diputados costaría 115 millones de pesos. Un escándalo. No hay app que cueste eso. Y si la hay, es una app completamente fuera de rango en términos de la ecuación costos-servicios. Además del diseño y programación de la aplicación, los diputados habían comprado 550 licencias para su utilización, con un costo de 5 mil 600 pesos cada una.
Lo que sucedió después sorprendió a una buena parte de la clase política: el Congreso fue tomado —hackeado— por un grupo de programadores, diseñadores y activistas que le dieron una lección bien merecida a los legisladores y a la empresa que pretendía hacer un gran negocio de algo muy sencillo. ¿Cómo lo hicieron? Demostrándoles que había decenas de jóvenes comprometidos con la transparencia y la rendición de cuentas que estaban dispuestos a dar su talento y tiempo para crear —gratuitamente— una app que hiciera exactamente lo mismo que pretendían hacer por “tan solo” 115 millones de pesos.
Al final, el Congreso tuvo su app y no gastó un solo peso. Aún más, aparte de darle herramientas a los propios diputados, la app abrió también información para el ciudadano común. Dos en uno. Y gratis.
A raíz de esa experiencia, se ha ido consolidando poco a poco en el país una comunidad de hackers cívicos que han empujado en distintas áreas, niveles de gobierno. Muchas de estas nuevas organizaciones se sumaron a la fracasada iniciativa Alianza por el Gobierno Abierto del presidente Enrique Peña Nieto, sólo para abandonarla un par de años después, argumentando —con razón— que el proyecto de apertura y transparencia era una verdadera vacilada, una simulación medianamente orquestada para quedar bien a nivel internacional sin ninguna intención real de poner a su gobierno a ningún tipo de escrutinio público, sobre todo en temas realmente importantes.
Hoy, estamos frente a una oportunidad única. El Congreso mexicano debe ser hackeado otra vez. En esta ocasión, el objetivo no sólo tiene que ser abrir información básica, sino —acelerando el paso— poniendo a prueba la voluntad de transparencia del gobierno entrante y, en su mayoría, de diputados y senadores. Hoy, hay que dar la lucha para que cada peso que gasten legisladores en todos esos rubros presupuestales que siguen siendo discrecionales y opacos —por ejemplo, esos 14 mil pesos mensuales para la gasolina de cada uno de los 500 diputados, sin necesidad que comprueben el gasto, o los 340 millones que se repartirán todos los partidos de aquí a diciembre o el famoso Ramo 33— tengan que ser: 1) comprobados, 2) rastreables y 3) abiertos a escrutinio de forma fácil y directa por los ciudadanos. El grupo mayoritario de la coalición Morena-PT-PES bien podría trabajar con el movimiento de hackers cívicos y organizaciones civiles para que el asunto deje el plano del discurso y se eleve el estándar de apertura y transparencia del Congreso. Eso sí sería una verdadera transformación.
Para que las promesas de transparencia, austeridad y “cambio” de la 4T no terminen siendo la vacilada que fueron las del gobierno de Peña Nieto, hay un camino muy claro y sorprendentemente sencillo que seguir. También sorprendentemente sencillo será evaluar si lo hacen o no.
Twitter: @anafvega