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En México nos enorgullecemos de nuestra historia de solidaridad con los que, por alguna razón política, religiosa o de cualquier tipo, llegan al país buscando refugio. A México han llegado desde principios del siglo XX perseguidos políticos , científicos, activistas, religiosos, ex guerrilleros y desplazados por la violencia . Durante todo el siglo pasado, la narrativa giraba en torno a la “tradición de asilo” del “generoso pueblo mexicano” y de las “puertas siempre abiertas”. Ya no más. Dos fenómenos lo ilustran: los que llegan al país buscando el estatus de refugiados y los que regresan al país como deportados .
Sobre el primer caso: sí, las peticiones de personas que buscan asilo y refugio en México han aumentado considerablemente en los últimos años. Son, en su mayoría, ciudadanos de El Salvador, Honduras y Guatemala que están saliendo de sus países por razones de seguridad. Son también venezolanos que llegan a México por la brutal crisis económica y de libertades que ha propiciado el régimen de Nicolás Maduro . También han llegado haitianos y africanos, muchos africanos. Hoy habría muchas razones —de sobra— para demostrar ese compromiso que, como país, tenemos con estas personas. Sin embargo, desde hace ocho meses —específicamente desde el 19 de septiembre de 2017— la autoridad responsable de procesar estas solicitudes, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) suspendió los trámites en la oficina de la Ciudad de México porque su oficina se dañó en el sismo. “Esto no significa que hemos dejado de trabajar”, dice la Comar, aunque testimonios de solicitantes y de organizaciones que los acompañan dicen lo contrario. El rezago —la dosificación de la tragedia— lleva meses. En 2016 la Comar recibió casi 9 mil solicitudes, y en 2017 poco más de 14 mil. El 60% de las solicitudes del año pasado no se han atendido. Miles de personas viven en el limbo: sin la posibilidad de un trabajo legal, de rehacer su vida.
Sobre el segundo caso: tres días a la semana llegan a la terminal 2 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México tres vuelos provenientes de Estados Unidos. En cada uno de ellos, alrededor de 130 pasajeros son ciudadanos mexicanos deportados por la administración Trump. En su mayoría llegan sin nada. Los reciben agentes del Instituto Nacional de Migración y —si el horario lo permite— de la Secretaría del Trabajo local. Les dan información básica, una tarjeta telefónica con valor de 40 pesos y hasta luego. Abandonados a su suerte. Los deportados acusan al gobierno de la Ciudad de México de haber parado hasta después de las elecciones el seguro de desempleo, uno de los programas “estrella” y con lo que, al menos en discurso, nuestro país intentaba contrarrestar la creciente hostilidad del régimen de Trump. Las autoridades lo niegan. Eso sí, incluso sus propias cifras evidencian la mediocridad del esfuerzo: el último mes sólo se repartió el seguro a unas 60 personas. La desatención y el olvido se repite cuando uno se asoma a ver lo que están haciendo los estados para integrar a los miles que regresan al país por esta vía.
¿Bienvenidos a México? Está como para pensarlo dos veces, ¿no?