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Mi paso por la Universidad Nacional Autónoma de México

08/06/2019 |00:52
Redacción El Universal
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Aún recuerdo cuando llegué a la UNAM siendo —en realidad— un extranjero. No me malinterpreten, yo siempre me he sentido mexicano, pero una cosa es sentirse y otra muy distinta es construirse y entenderse como mexicano. Mi vida anterior a la universitaria había transcurrido en una identidad mediada por una concepción en la que yo era el otro, en un país donde los otros son muchos y de muchos colores, donde una pretendida uniformidad racial o ideológica es una hazaña imposible, aunque tercamente emprendida en tiempos recientes.

Dentro de mí existía un país trazado con la memoria de mis abuelos y mis padres, pero del que yo no tenía —salvo ocasionalmente— referencias propias y más concretas. La UNAM fue —en toda su diversidad y contradicciones— ese país tan presentido que finalmente tomaba forma. Evidentemente descubrí que no había formas únicas de ser y sentirse mexicano, que no había formas únicas de entender el mundo y sus problemas, que no hay una sola versión de uno mismo, porque uno es finalmente un mosaico de piezas agregadas, en el que los relatos y las sucesivas interpretaciones —propias y ajenas— sobre la vida se conforman y completan, donde la identidad se cohesiona y se fragmenta. Finalmente, somos universales en el mejor sentido del término: todos iguales, todos diferentes.

Es obvio decir que la UNAM delineó mi personalidad y mis filiaciones políticas. En la UNAM me confirmé demócrata y liberal, firme creyente de la necesaria participación de todas las personas en el debate público que delimita los contornos de un país y de la imposibilidad del Estado para meter sus narices en todos los ámbitos de la vida privada de las personas. Estas dos convicciones me han acompañado a lo largo de mi quehacer profesional, incluida mi reciente labor en un cuerpo colegiado cuya misión principal es asegurar que el Estado y sus agentes respeten y garanticen los derechos de las personas, y que los particulares encuentren una manera civilizada de dirimir sus diferencias, sin excesos y sin abusos.

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Aunque estudié en Ciudad Universitaria, siempre he sido un convencido de la pertinencia y eficacia de los sistemas federales; simpatizo con la autonomía de los estados y espero que su derecho a tomar sus propias decisiones en un sinfín de materias sea protegido.

La UNAM —para mí— es un hervidero de recuerdos afortunados, a pesar de la exigencia a la que uno se ve sometido cuando estudia una carrera profesional. Las aulas universitarias sin censura son el pretexto perfecto para expandir y cuestionar el conocimiento: donde no hay nada escrito sobre piedra, todo está por crearse y descubrirse. Ser universitario implica —entonces— estar dispuesto a una suerte de contaminación: debes dejarte invadir por las ideas de otros; luego, haces un ejercicio de separación entre aquello que puedes conservar y aquello que es mejor desechar, finalmente te quedas con el resultado de una fusión entre tus ideas, las de otros y los argumentos con que ambas se rebatieron y completaron. Este resultado es el criterio con el que te aproximas al mundo y a sus fenómenos de cualquier tipo.

Tuve la fortuna de compartir mi vida universitaria con amigos entrañables a quienes confirmo mi afecto, y aprendí de cada uno de mis maestros a quienes confirmo mi admiración. Debo reconocer —sin embargo— que disfruté y padecí al grande Gutiérrez y González. Más allá de su complicada y cuestionable relación con las ideas libertarias del feminismo, fue un maestro excelente, aunque —a veces— innecesariamente rudo. Al estar con él, no tenías más remedio que aprender Derecho. Parecía un apóstol de aquella máxima: la letra con sangre entra, y si bien nunca golpeó a ningún alumno, lo cierto es que era implacable con el error y la indiferencia.

Como universitario aprendes a no dar nada por sentado; estás obligado a cuestionar, debatir, filosofar y conservar la capacidad de asombro ante las revelaciones intelectuales y artísticas de tu presente y de tu pasado. En lo que a mí respecta, las proezas del pensamiento jurídico me fueron mostradas por el doctor Rolando Tamayo Salmorán —mi maestro de Filosofía del Derecho—. Auspiciado por él, me adentré en las ideas de Hart, Austin, Kelsen, Raz y McCormick. Al final me alejé un poco de Kelsen y me acerqué en definitiva a McCormick, pero —sin duda— debo al doctor Tamayo haber tomado esa decisión de manera informada.

Soy orgulloso miembro de Fundación UNAM desde enero de 2016, como lo fue mi abuelo, Antonio Ortiz Mena. Supongo que ambos creímos en la importancia de sostener el esfuerzo educativo y transformativo que ocurre en los recintos de la UNAM en todos los ámbitos: es verdad que la UNAM modifica a las personas, pero es más cierto que modifica el entorno social. Supongo que ambos entendimos que las personas deben siempre retribuir con todos los medios a su alcance aquello que han recibido. Es mi agradecimiento profundo hacia la UNAM y su legado lo que me anima a seguir perteneciendo a la Fundación UNAM y a comprometerme con su misión: preservar a la UNAM, que es nuestra.

Miembro del Consejo Directivo de Fundación UNAM y Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación