1. El gobierno de Enrique Peña Nieto equivocó el diagnóstico. Creyó que el problema de seguridad se arreglaba con mejor gestión política, que bastaba con sentar a todos los jugadores a la mesa. Le tomó mucho tiempo reconocer que el déficit esencial es de capacidades, no de voluntad y menos de control de acuerdos. La noche de Iguala fue el brutal despertar de esa fantasía: la coordinación con el gobierno guerrerense de Ángel Aguirre acabó siendo inútil para enfrentar la crisis.
2. La centralización de la toma de decisiones no dio los resultados anticipados. La Secretaría de Gobernación se volvió un gigante disfuncional, incapaz de controlar el aparato de seguridad. Su instrumento en la materia, la Comisión Nacional de Seguridad, acabó teniendo muchas responsabilidades y muy poco poder.
3. El gobierno se volvió rehén de una métrica autoimpuesta. En las semanas iniciales de su mandato, Peña Nieto señaló como objetivo prioritario “reducir la violencia”. Resultado: una tasa de homicidio considerablemente mayor a la de 2012 (27 por 100 mil habitantes, aproximadamente, contra 22 en 2012). Un fracaso notable.
4. La administración Peña Nieto quiso apostarle a la prevención del delito y terminó desacreditando el concepto. El Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia comenzó en grande, financiando de todo en todos lados, y acabó en el descrédito total, sin evidencia alguna de eficacia y sin un centavo de presupuesto.
5. El peor legado del sexenio es el abandono institucional. La Policía Federal dejó de crecer. La Gendarmería se quedó enana. La crisis de la PGR se profundizó. La dependencia hacia las Fuerzas Armadas creció, en vez de contraerse. El gobierno entrante puede hoy disparar cualquier sarta de ocurrencias porque el gobierno saliente hizo muy poco por consolidar y mejorar las instituciones que recibió.
6. ¿Todo estuvo mal? No. La intervención en la región de la Laguna a inicios del sexenio fue exitosa. En la Policía Federal, se avanzó en la profesionalización. Por primera vez en décadas, el sistema penitenciario ya no enfrenta sobrepoblación. La legislación para atender algunos delitos oprobiosos (desaparición, tortura) mejoró. Pero todo eso acaba siendo muy poco para compensar el desastre.
En resumen, hay en estos años mucho que lamentar y poco que presumir.
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