Todo mundo quiere una policía profesional.
La quiere Andrés Manuel López Obrador. La quiere Ricardo Anaya. La quiere José Antonio Meade.
Y antes de ellos, todos (o casi todos) los candidatos, aspirantes y suspirantes presidenciales del último cuarto de siglo.
No es por tanto cosa de no querer. Tampoco de no saber. Está claro, más o menos, lo que se debería hacer para tener una mejor policía: reclutamiento competitivo, formación de calidad, carrera policial, mayores remuneraciones, controles internos, supervisión externa, etcétera. Esas palabras reaparecen en cada plataforma electoral, plan de gobierno y programa sectorial.
Entonces se sabe y se quiere, pero no se hace. La policía profesional no llega. Los ejemplos virtuosos de reforma policial en el país se cuentan con los dedos de una mano.
¿Por que no se ha legislado? Al contrario. Hubo una reforma constitucional en 2008 seguida de una ambiciosa transformación legal en 2009. Y nada. Seguimos donde seguimos.
¿Qué pasa? ¿Cuál es la restricción?
El dinero es una importante, sin duda. Una cosa es querer y otra cosa es pagar. Contar con 400 mil policías a costo integrado de Policía Federal implicaría una erogación aproximada de 300 mil millones de pesos al año. Eso equivale, grosso modo, a tres veces lo que hoy gastamos en todas las corporaciones de policía del país. En términos muy esquemáticos, necesitaríamos 200 mil millones de pesos (1% del PIB) de gasto adicional para contar con policías razonablemente grandes y competentes.
Pero, aunque importante, el presupuesto no es el obstáculo mayor. El problema es de organización e incentivos.
Llevamos dos décadas tratando de forzar a los gobiernos estatales y municipales a emprender un esfuerzo de reforma. Pero éstos incumplen de manera reiterada y sistemática tanto la norma como los lineamientos que establece el Consejo Nacional de Seguridad Pública (como evidencia, vean este estudio de Causa en Común: http://bit.ly/2AI17eq).
Quitarles transferencias presupuestales no sirve para moldear su comportamiento. De cualquier forma, hay un subejercicio enorme de los recursos que les corresponden. Quitar lo que no se gasta no es mucha amenaza. Tampoco lo es el regaño público. Al fin y al cabo, la nota pasa a los dos días. Y amenazar con retirar a las fuerzas federales no es creíble: el país no va a abandonar Guerrero o Michoacán, hagan lo que hagan sus gobiernos estatales.
En resumen, no hay garrote o zanahoria suficiente para forzar una reforma a nivel estatal. Se debería intentar una reforma de escala nacional. ¿De qué tipo? Crear una suerte de cuerpo nacional de policía.
Eso significaría centralizar varios procesos administrativos de las policías. Por ejemplo, el reclutamiento de los policías, en vez de dejarse a estados y municipios, podría hacerse a nivel central. Lo mismo para la formación: se establecería una academia nacional con campus regionales. Podría haber una unidad nacional de asuntos internos con despliegue en los estados. Habría un solo escalafón, un solo tabulador y un solo paquete de prestaciones para todos los policías. Incluso se podría centralizar la nómina policial, como se hizo con la nómina magisterial.
Esto no es igual a una policía nacional, ya que los gobernadores y los presidentes municipales seguirían teniendo el mando operativo sobre los policías desplegados en sus jurisdicciones. Pero ya no administrarían a sus corporaciones.
¿Complicado? Sí. ¿Se requerirían reformas constitucionales? Probablemente. ¿Faltan detalles? Muchísimos. ¿Habría resistencias? Sin duda.
Pero no hay ruta más difícil que la actual, la que nos deja sin policías competentes y sin un mecanismo viable para construirlas.