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México dedica muy pocos recursos a sus Fuerzas Armadas. El país destina menos de 0.5% del PIB al gasto de defensa. Ese porcentaje es menor al de cualquier país latinoamericano y del Caribe, con la excepción de Haití. Lo que erogamos para defensa en México es, en términos relativos, una sexta parte del presupuesto comparable de Colombia y la tercera parte de lo que gasta Brasil.
Añádase a lo anterior que, dado el fracaso de múltiples instituciones civiles, nuestras Fuerzas Armadas tienen un mandato amplísimo. Además de las tareas del ámbito estrictamente militar, el Ejército y la Marina son las instituciones centrales en materia de protección civil y de respuesta ante desastres naturales.
Tienen potestades regulatorias en materia de armas de fuego y explosivos. Realizan tareas de reforestación y protección de áreas naturales protegidas. Son, en muchas regiones, el instrumento de implementación de programas sociales. Y están, por supuesto, las labores crecientes en materia de seguridad pública que varias administraciones federales les han encomendado.
Hay por tanto un argumento poderoso para incrementar los recursos que van a las Fuerzas Armadas. No podemos seguir pidiéndoles lo que les pedimos, mientras gastamos lo que gastamos.
Pero el método importa. En los últimos años se ha permitido que las Fuerzas Armadas se hagan de recursos adicionales actuando como proveedores de servicios. Por ejemplo, en los estados donde el Ejército y la Marina tienen personal desplegado realizando labores de seguridad pública, los gobiernos estatales realizan pagos a la Sedena o a la Semar, además de entregar obra pública (cuarteles, zonas habitacionales, etc.) a las secretarías militares. Algo similar sucede, por ejemplo, con Pemex y la Comisión Federal de Electricidad.
Además, las instituciones militares han recibido contratos de obra pública de parte de autoridades federales y estatales. El caso más notorio es la construcción de la barda perimetral del (hoy cancelado) aeropuerto internacional de Texcoco, pero hay otros.
A este fenómeno, el actual gobierno federal le ha dado varias vueltas de tuerca. Está la administración de la Sedena de las recientemente adquiridas pipas de distribución de combustible. Está el proyecto inmobiliario que la Sedena está planeando para una sección del Campo Militar 1-F. Más importante, está el proyecto del aeropuerto de Santa Lucía: según afirmó recientemente el presidente Andrés Manuel López Obrador, la Sedena no sólo será responsable de la construcción, sino también de la operación de la terminal aérea.
¿Cuál es el problema con todo esto? Algo muy sencillo: en la medida en que las dependencias militares tengan fuentes propias de financiamiento, no dependientes del presupuesto federal, se debilita el control civil sobre las Fuerzas Armadas.
Y eso se da en un país con débil control civil sobre el estamento militar. De 1946 a la fecha, no ha habido un solo titular de la Sedena que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio en el que sirvió. México es, además, uno de los dos países latinoamericanos (el otro es Guatemala) que nunca ha tenido a un civil a la cabeza de su ministerio de defensa.
En esas circunstancias, el presupuesto ha sido el instrumento básico de control sobre las Fuerzas Armadas. Si eso ahora se debilita por la creación de un complejo militar-industrial, la capacidad de los civiles para incidir en los asuntos militares se va a acercar a cero.
En conclusión, nuestras Fuerzas Armadas necesitan y merecen más recursos. Pero hay que dárselos por la vía presupuestal, sujetos a controles democráticos, no convirtiendo a nuestros soldados y marinos en empresarios semiautónomos.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71