Zamora tuvo el domingo una madrugada de alto cinismo y mucha bala. En esa ciudad del occidente michoacano, un comando de 80 pistoleros, transportado por 20 camionetas balizadas con las siglas del Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), entró como ejército de ocupación al municipio.
Los sicarios destruyeron a su paso transformadores eléctricos y agredieron a policías municipales. El enfrentamiento terminó con cuatro muertos y diez heridos.
No fue esa la primera señal de guerra en Zamora.
A principios de mayo, un funcionario del ayuntamiento, José Luis Linares Guzmán, fue acribillado en pleno centro de la ciudad. A finales de abril, el director de seguridad pública municipal, Daniel Torres, fue asesinado a tiros en Ocotlán, Jalisco.
Eso, además, es apenas la punta del iceberg. Desde el primero de abril hasta el 27 de mayo, se habían acumulado 35 homicidios en Zamora, según el recuento diario que realiza el gobierno a partir de fuentes abiertas.
¿Qué explica la oleada de violencia en esa región de Michoacán? Entre otras cosas, la presencia creciente del CJNG en la zona y su disputa con grupos locales, particularmente los Viagras.
Ese conflicto ha envuelto a otras regiones del estado. La masacre ocurrida la semana pasada en Uruapan, la cual dejó al menos 10 muertos, fue, según reportes de la prensa local, una emboscada tendida por los Viagras a pistoleros del CJNG.
El objeto de la disputa es, según información de dependencias federales, la producción y tráfico de metanfetaminas, además de las rentas criminales producidas por el secuestro y la extorsión. Y esta es particularmente violenta por la enorme disponibilidad de armas de fuego en el estado. Para muestra, basta con lo sucedido esta semana en La Huacana, donde elementos del Ejército fueron retenidos por un grupo de pobladores, al tratar de incautar un arsenal privado que incluía, entre otras cosas, un fusil Barrett calibre 50.
Mucho de esto es polvo de los lodos de 2014. En ese año, ante el ascenso de las llamadas autodefensas y su conflicto con los Caballeros Templarios, el gobierno lanzó un amplio operativo en Michoacán. Pero, a diferencia de intervenciones previas (como la iniciada en 2006 por Felipe Calderón), las fuerzas federales, bajo el liderazgo de Alfredo Castillo, el hombre designado por Peña Nieto para pacificar Michoacán, tejieron una alianza explícita con los grupos de autodefensa para aplastar a los Templarios. Con indudable éxito: para 2015, prácticamente todo el liderazgo templario había sido capturado o abatido.
Pero el costo fue empoderar a los grupos que se presentaban como autodefensas y que eran criminales embozados. Se les permitió quedarse con sus armas. Se les creó una “policía” a modo (la llamada Fuerza Rural). Se les permitió llenar el vacío dejado por los Templarios en los mercados ilegales, particularmente en la producción de metanfetaminas. De ese embrión, surgieron los Viagras. Y en ese espacio, se metió el CJNG, muchos de cuyos líderes (empezando por Nemesio Oseguera) son michoacanos.
Para cuando las autoridades estatales intentaron reaccionar en 2016, aboliendo la Fuerza Rural y tratando de desarmar a lo que quedaba de las autodefensas, ya era muy tarde: la guerra estaba en marcha y el Estado estaba ausente.
Y así seguimos tres años después: con un conflicto que se ha extendido fuera de los confines de Tierra Caliente, con un gobierno estatal desprovisto de recursos e ideas, y con autoridades que no se les ocurre mejor respuesta que hacer lo que ya se ha hecho: poner más soldados en el estado aunque ahora se les diga Guardia Nacional.
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