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Una vez más, Donald Trump agarró a México de piñata. Pero ahora la ofensiva no se limitó a lanzar tuitazos ofensivos: el presidente de Estados Unidos anunció el jueves pasado la imposición de aranceles (empezando en 5% y llegando eventualmente a 25%) a las exportaciones mexicanas, como una medida para obligar a nuestro país a detener la migración centroamericana hacia el país vecino.
Esto, por supuesto, no se puede leer fuera del contexto político estadounidense. El presidente Trump enfrenta la posibilidad de un juicio político en la Cámara de Representantes como resultado del reporte Mueller. Asimismo, su campaña por la reelección luce complicada: en encuesta tras encuesta, se ubica abajo de casi cualquier contendiente demócrata.
En esas circunstancias, resulta casi natural que intente movilizar a su base. Y, nos guste o no, el tema mexicano moviliza a la base de Trump: según una encuesta realizada por el Pew Research Center en 2018, 54% de los votantes republicanos tenían sentimientos fríos o muy fríos hacia México. Mientras tanto, una encuesta de Gallup, también de 2018, encontró que 34% de los votantes republicanos ubicaban a México como un país poco amistoso o enemigo de Estados Unidos. Sólo 17% consideraba a nuestro país como un aliado.
A esto hay que añadirle el tratamiento negativo que recibe México en los medios de comunicación de tendencia conservadora. Valga un ejemplo: hace tres días, Tucker Carlson, un popular presentador y comentarista de la cadena Fox News, llamó a México “una potencia extranjera hostil”.
Dicho de otro modo, la agresividad hacia México no es sólo resultado de cálculos políticos de corto plazo. Hay un segmento importante de la población estadounidense que ve con recelo y hasta hostilidad abierta a México. Ese hecho no va a cambiar en el corto plazo. Trump se acabará yendo, pero el trumpismo persistirá por un buen rato.
Esa realidad debería condicionar la reflexión sobre el futuro de México. No podemos confiar en la existencia continua de un gobierno racional y amistoso en Washington. En el futuro, bien podría ser presidente alguien peor que Trump.
Por ello, no es mala idea reflexionar nuestra política de seguridad nacional. Como primera tarea, habría que pensar en formas de contrarrestar en el largo plazo el trumpismo dentro de Estados Unidos. Eso implica involucrarnos más abiertamente en la política interna del país vecino. Habría que calibrar con cuidado los instrumentos y los mensajes, pero encerrarse en el dogma de la no intervención no parece buena idea.
Por otra parte, habría que considerar la posibilidad de construir alianzas y redes de intereses con otros actores globales (la Unión Europea, China, India, etc.). El país no puede darse el lujo de enfrentar solo a un gobierno estadounidense hostil.
Asimismo, tendríamos que reflexionar a fondo sobre nuestra política militar. Tradicionalmente, hemos partido del supuesto de que el país no enfrenta amenazas externas y que, por tanto, nos bastaba con unas fuerzas armadas pequeñas, dedicadas en lo fundamental a tareas internas. Esa premisa parece cada vez menos válida. Quizás deberíamos de pensar en un incremento sustancial de nuestro gasto de defensa y una reorientación de las fuerzas armadas hacia labores propias de la defensa nacional.
Por último, habría que considerar la posibilidad de redirigir nuestro aparato de inteligencia hacia el exterior, empezando por Estados Unidos. El país no debería de estar operando a ciegas en la relación con los vecinos.
En resumen, con la llegada del trumpismo, el mundo se volvió más peligroso para México. Tal vez sería hora de que lo aceptáramos y actuáramos en consecuencia.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71