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Imaginen un pueblo polvoriento del Lejano Oeste, asolado por bandidos y protegido por un solitario alguacil.
Un día, un maleante mató al dueño de la botica. Para su desventura, el alguacil llegó pronto a capturarlo y llevarlo a prisión. Pero el pueblo, exaltado por el asesinato, no tenía tiempo para delicadezas legales. Una horda se formó rápidamente y avanzó hacia la prisión para linchar al bandido. Fiel a su deber, el alguacil salió, pistola en mano, a hacer frente a la turba.
Sin embargo, tenía un problema: sólo había una bala en el tambor de su revólver. Peor aún: los lugareños sabían que estaba casi desarmado. Pero, tras oír apenas seis palabras del alguacil, la multitud se detuvo y se dispersó. ¿Y qué fue lo que les dijo? “El primero que avance, se muere”. Nadie quería ser ese primero, nadie avanzó y nadie murió.
Hay en esa historia tres lecciones fundamentales para una política de combate al delito:
Una amenaza bien comunicada puede ser suficiente para disuadir casi cualquier comportamiento.
Nadie quiere ser el blanco prioritario de la autoridad.
Hay que sacarle el mayor jugo disuasivo a todas las balas que tengamos.
Como el alguacil de la historia, el gobierno tiene pocas balas, pero no está enteramente desarmado. Puede resolver algunos casos: no muchos, pero sí algunos. Puede desmantelar a algunas bandas: no a todas, pero sí a algunas. Cuando se concentran recursos, puede haber resultados.
El problema es que esos recursos se asignan como en lotería. Le toca al que sea responsable de un acto que genere suficiente atención mediática o involucre a personajes conocidos. Los delincuentes no saben de antemano cuales son esos actos: pueden matar a 15 y salirse con la suya, y, al día siguiente, matar a dos y ser objeto de persecución sostenida. ¿A que conclusión llegan entonces? A que la persecución es resultado de la mala suerte o de la complicidad de las autoridades con sus rivales.
¿Qué pasaría si se aclara la confusión? ¿Qué sucedería si el gobierno se comprometiera de manera pública a perseguir con particular vigor al primer grupo criminal que, a partir de una fecha determinada, cometiera un acto específico? En la medida en que los grupos criminales no se coordinen, tenderían a no cometer el acto y a esperar a que otro lo cometiera primero.
Ejemplo, se podrían mandar los siguientes mensajes:
A partir de una fecha específica, no se van a tolerar más homicidios múltiples con ocho y más víctimas.
Todo incidente con esas características va a recibir atención prioritaria de parte de las autoridades.
El primer grupo que desoiga este mensaje va a ser sujeto de persecución sostenida hasta su desmantelamiento.
Es probable que, en una primera ronda, varios grupos no hagan caso. Se procede a cumplir la amenaza al primero que haya cometido el acto en cuestión. Después de dos o tres rondas, la amenaza empezaría a ser creíble. En ese punto, la regla se aprieta y se proscriben los incidentes con menos víctimas. Se repite el procedimiento. Y así, hasta regresar a un equilibrio de baja violencia.
¿Pero no podrían los grupos criminales esconder sus barbaridades o intentar atribuírselas a otros grupos? Tal vez, pero eso significaría que el mensaje está pasando. También, hay un buen pico de violencia que si no es pública, no sucede.
Como todo, el éxito de una estrategia de este tipo dependería de la implementación. Pero si se hace medianamente bien, es probable que funcione. Hay varios modelos posibles en Estados Unidos que se podrían replicar (https://bit.ly/2KcL9xA).
Esto puede no servir en el contexto mexicano, pero puestos a pensar en estrategias de pacificación, esta podría formar parte del menú.
Como sugerencia.