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El sábado, dos policías —uno estatal y otro federal— murieron en un enfrentamiento con presuntos delincuentes en Minatitlán, Veracruz. Seis más salieron heridos del choque.
Un día antes, en Irapuato, Guanajuato, unos pistoleros acribillaron a dos elementos de la policía municipal. Uno más quedó gravemente lesionado.
El lunes pasado, un policía municipal de Ciudad Juárez, Chihuahua, fue asesinado fuera de sus horas de servicio, cuando regresaba a su casa después de cenar.
El día previo, el comandante de la policía municipal de Acatzingo, Puebla, fue ejecutado por un comando mientras viajaba en un mototaxi.
Estas muertes no son incidentes aislados. Los homicidios de policías son dolorosamente frecuentes en el país. Según un recuento hemerográfico elaborado por la organización Causa en Común, 421 policías fueron asesinados en México en 2018. Considerando que, de acuerdo a cifras del Inegi, hay 385 mil policías en los tres niveles de gobierno, eso implica una tasa de homicidio de 109 por cada 100 mil habitantes. Es decir, los policías enfrentan un riesgo de asesinato cuatro veces mayor que el de la población en su conjunto.
Esto, vale la pena decirlo, no es normal. En Estados Unidos, fueron asesinados 52 policías en 2018. Considerando que en el país vecino hay tres veces más policías que en México, eso significa que un policía mexicano corre un riesgo de ser asesinado 24 veces mayor que el de un colega estadounidense.
Incluso en un país como Brasil, donde hay enfrentamientos constantes entre policías y civiles, los riesgos de los uniformados son menores que en México: en ese país sudamericano, murieron de forma violenta 307 policías en 2018, lo que equivale a una tasa de homicidio de 70 por 100 mil elementos policiales.
Además de las tragedias individuales, los asesinatos de policías tienen consecuencias serias para la sociedad entera:
1. Las agresiones contra policías facilitan la corrupción. Si la amenaza de plomo es altamente creíble, la oferta de plata se vuelve más atractiva para los elementos policiales. En ese sentido, los ataques externos socavan la integridad de las instituciones.
2. Ante la posibilidad de ataques, las tácticas y el equipamiento de las policías se militariza. Eso limita la posibilidad de prácticas de policía comunitaria y aleja a las corporaciones de la población, lo cual acaba reduciendo la eficacia de las instituciones de seguridad pública.
3. Si los policías se sienten bajo asedio, aumenta la probabilidad de que cometan violaciones graves de derechos humanos o usen la fuerza de manera desproporcionada e irracional.
4. Las muertes de policías exacerban el temor de la sociedad. Si un policía puede ser asesinado impunemente, a plena luz del día, nadie puede sentirse a salvo.
Por esas razones, el asesinato de un policía debe ser considerado como un hecho extraordinario que detone el uso de recursos excepcionales por parte del Estado.
Como primer paso, se podría empezar por visibilizar el fenómeno. Hoy no existen estadísticas oficiales sobre homicidios de personal policial y ministerial. El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública podría empezar a llevar un conteo sistemático.
Por otra parte, se podría pensar en la creación de una fuerza de tarea interinstitucional, de nivel federal, especializada en la investigación de los homicidios de policías y el procesamiento judicial de los responsables.
Esas ideas pueden ser descabelladas o inútiles. Vengan las que sean.
Pero lo único que no podemos hacer es tratar la vida de los policías como dispensable. No podemos pedir a los policías que nos protejan si no hay un compromiso previo de protegerlos.
alejandrohope@outlook.com. @ahope71