Son 7 mil 233 seres humanos, mil 307 niñas, mil 70 niños, 2 mil 234 mujeres y 2 mil 622 hombres. Así vista, la Caravana Migrante de centroamericanos en busca de un refugio impresiona. Pero es cuando las cámaras se acercan a los rostros de la gente, que podemos imaginar una historia, una raíz, una cultura.
Miro a una mujer hondureña con su niña en la espalda, camina decidida, fuerte, a pesar de todo. Y en ella veo a Berta Cáceres, la defensora del medio ambiente, la que aprendió desde pequeña a escuchar la voz de los ríos para emprender una lucha valiente y pacífica por la defensa de la naturaleza y su relación vital y sagrada con los pueblos indígenas. Fue asesinada en marzo de 2016 por su batalla contra proyectos depredadores. Murió en un país donde, desde 2010, han abatido a más de 100 activistas ambientales.
Veo el rostro de un niño de 12 años, viaja solo, dice que su madre lo despidió: “Anda hijo, ve”. Y pienso en Manu, aquel adolescente, también hondureño, que conocemos por Valeria Luiselli y su libro Los niños perdidos. Era uno de los 47 mil que en el verano de 2014 cruzaron solos hasta Estados Unidos desde Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Huía de la pobreza, de la violencia, del acoso de las pandillas en su país — “el monstruo bajo la cama o a la vuelta de la esquina, con el que se van a topar tarde o temprano”—, una lo quería reclutar y los otros lo estaban cazando. Un día lo persiguieron cuando iba con su amigo, a quien le pegaron un balazo. Y el gobierno… “ponle ahí en tu libreta que no hacen nada por nadie como yo, que ése es el problema”.
Miro una jovencita agotada entre la muchedumbre. Se me viene encima un dato: 7 de cada 10 mujeres centroamericanas son violadas en su intento por atravesar nuestra frontera sur o cuando viajan en La Bestia. Más de 100 mil personas cruzan cada año y 20 mil son secuestrados. Por eso ahora, en caravana, se sienten más seguros. Pudiera ser una escritora, imagino. Como Clementina Suárez, la poeta hondureña, autora de “Corazón sangrante”, “De mis sábados el último en México” o “De la desilusión a la esperanza”.
Y qué tal si entre la multitud hay alguien como Roberto Sosa, el poeta de Yoro, Honduras, primer latinoamericano en recibir el Premio Adonaís de Poesía en España (1968) por su libro Los pobres y en 1990 el Premio Casa de las Américas por Un mundo para todos dividido. Antes publicó Muros y El llanto de las cosas. Me detengo en el rostro de un joven de la Caravana mientras descansa en Tapachula. Así, pienso, un día llegó a México desde Juticalpa, el periodista escritor y poeta Alfonso Guillén Zelaya, quien murió en nuestro país en 1947, autor del ensayo “La inconformidad del hombre” y del libro de poemas Quinto silencio. También Rafael Heliodoro Valle, de Tegucigalpa, residió muchos años en México y nos legó estudios de Historia y Literatura en una veintena de libros como México en el mundo de hoy, Bibliografía Maya, México imponderable, El convento de Tepoztlán…
Muchos guatemaltecos se unen a la Caravana. Con ellos recuerdo a Miguel Ángel Asturias, Nobel de Literatura en 1967. A Tito Monterroso, que nació en Honduras, se nacionalizó guatemalteco y vivió en México. Y al gran poeta, narrador y crítico de arte Luis Cardosa y Aragón que se exilió aquí. “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre”, decía.
Desde Nicaragua, más hombres y mujeres alcanzan la Caravana. Pienso en Rubén Darío, Ernesto Cardenal, Claribel Alegría, Sergio Ramírez, Daisy Zamora, Gioconda Belli, o en el enorme pintor Armando Morales, amigo de Rufino Tamayo.
Como los migrantes que buscan refugio, muchos escritores y artistas centroamericanos han viajado de aquí para allá en la región. José Luis Quesada, poeta y cuentista contemporáneo, nació en Honduras, estudió Filología en Costa Rica y publicó en El Salvador el cuadernillo Mar del destiempo, donde leemos, en su poema “Cada día”: ¿Por qué mueren tantos? / ¿por qué en este país a diario mueren tantos? / (…) Pareciera que aquí ya nadie es inocente.
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