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La imagen de Notre Dame en llamas quedará en la memoria colectiva como símbolo de la impotencia humana frente a la fuerza del fuego; como metáfora de nuestra vulnerabilidad; como el momento en que millones hicimos un alto en el camino, por unas horas, para contemplar la escena. Y recordar: quizá un viaje a París, una vieja postal, la obra de Víctor Hugo, el río Sena, un poema de Mallarmé… o el suicidio de Antonieta Rivas Mercado.
“Terminaré mirando a Jesús; frente a su imagen, crucificado… Ya tengo apartado el sitio, en una banca que mira al altar del Crucificado, en Notre Dame. Me sentaré para tener la fuerza de disparar (…) Voy a bañarme porque ya empieza a clarear (…)”, escribió Antonieta en su Diario antes de darse un tiro en el pecho el 11 de febrero de 1931. Iba vestida de negro y con un sombrero de velo cubriéndole el rostro. En su bolsa, solo una carta y la foto de un niño. La intensidad de sus palabras, el uso de una pistola tomada del despacho de José Vasconcelos, y la forma en que muere a los 30 años dejando a un pequeño hijo que no la vuelve a ver, son tan trágicas que durante décadas el inmenso valor de su obra literaria y como promotora cultural quedó en segundo plano.
Mucho tiempo se responsabilizó a Vasconcelos. Porque cuando ella lo busca en París y le pregunta si la necesita, él le responde que nadie necesita a nadie más que a Dios. Pero la lectura de los diarios de Antonieta y de sus cartas a Manuel Rodríguez Lozano (que, en su versión más amplia, acaba de publicar Tayde Acosta Gamas en dos tomos con las obras completas) permite ver que, en el cerebro y el corazón, en las convicciones y los sentimientos de una de las mujeres más brillantes del siglo XX en América Latina, había varios fuegos ardiendo. La angustia económica, el saqueo de su casa en México, honda decepción ante el fraude electoral y la represión al movimiento vasconcelista, un estado anímico con exaltaciones emocionales de arriba para abajo… Y, sobre todo, ardía por dentro: el amor por su hijo Donald a quien piensa que no podrá darle la vida que merece.
Donald tenía 11 años cuando su madre le deja una carta a Arturo Pani, entonces cónsul en París, ahí le pide que recoja al niño en Burdeos, donde vivían en una casa de huéspedes, y lo entregue a su padre, Alberto Blair. En el 60 aniversario de la muerte de Antonieta, lo entrevisté. Su esposa Katheryn, que en ese momento escribía A la sombra del Ángel, nos acompañó. Inolvidable la emoción de un hombre de 70 años que narra a punto del llanto: “En los últimos 10 años he llenado mi corazón de amor y de perdón, y los recuerdos de mi madre son los de su ternura; la veo ahora como una mujer que tenía enormes deseos de hacer bien a su alrededor y a su país”.
Mi hijo, no quiero pensar más en él; le dirán que estoy enferma, en un sanatorio, y su padre inmediatamente mandará recogerlo; es mejor para el futuro de mi hijo; le quedará solo el recuerdo de una infinita ternura. (Del Diario de Burdeos).
Seis décadas después del suicidio, en febrero de 1991, Donald logra decir: “Mi madre era una fuera de serie (…) Y diseñó su muerte, como en el teatro, estableció la escenografía más dramática posible, también eligió su vestuario, ahora puedo verlo objetivamente”.
En 2010, Katheryn Blair publica la edición definitiva de su novela con un epílogo nuevo donde Donald recuerda los años con Antonieta, su vida a salto de mata (Donde estuviera mi mamá era mi casa), sus travesías, el día del suicidio, el sentimiento de enojo y abandono que lo acompañó tanto tiempo, su propia experiencia heroica con las fuerzas aliadas durante el desembarco en Normandía el Día D… Lo vi la noche de la presentación y encontré la mirada de quien luego de un largo camino a Notre Dame se ha liberado. Como el niño que por fin recuperó a su madre, se enorgullece de ser su hijo y puede decirle que la quiere.
Una historia cuyo epicentro es la Catedral de Notre Dame, corazón de París.
adriana.neneka@gmail.com