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Estaba en el librero, todavía envuelto en celofán. Confieso que tenía miedo de abrirlo y no entender nada, porque Breve historia del tiempo me costó mucho trabajo. Pero el miércoles pasado, cuando supe que murió Stephen Hawking, El gran diseño me llamó y, aunque sería presuntuoso afirmar que ahora comprendo todas sus teorías, el libro me reveló pistas de por qué el célebre científico siempre parecía reír.
De su sentido del humor sabíamos: por su participación en programas como Los Simpson o al lado de Sheldon Cooper en Big Bang Theory. También por su aparición en Star Trek, the next generation como holograma jugando cartas con Einstein y Newton. Pero El gran diseño lo confirma, no sólo porque lo escribió en coautoría con Leonard Mlodinow, físico matemático y guionista de La Guerra de las galaxias, sino porque en medio de las ideas más complejas acerca del universo, el tiempo y el espacio, su genialidad genera chispazos como los siguientes:
Mientras habla del modelo de Ptolomeo, según el cual la Tierra estaba inmóvil en el centro y los planetas y las estrellas giraban alrededor… dice que aquello parecía natural, “porque no notamos que la Tierra se mueva bajo nuestros pies (salvo en terremotos o en momentos de pasión).”
Cuando se refiere al concepto de las ondas y las interferencias, afirma: “Se observó que otros líquidos se comportaban de una manera semejante, salvo tal vez el vino, si hemos bebido demasiado”.
Sobre la expansión del universo y el proceso de enfriamiento de la radiación dice que las microondas remanentes “no resultan demasiado útiles para freír palomitas de maíz”.
Al explicar su concepto de las múltiples historias alternativas que pueden funcionar en torno a la existencia de millones de universos, donde afirma que “nosotros creamos la historia mediante nuestra observación en lugar de que la historia nos cree a nosotros”, da un ejemplo así: “Puede haber una historia en la que la Luna esté hecha de queso de Roquefort, pero hemos observado que la Luna no es de queso, cosa que es una mala noticia para los ratones”.
Sobre las partículas fundamentales de la naturaleza de las que estamos hechos: “(…) Ese carbono está todavía lejos de formar agregados de compuestos químicos como los que son capaces de disfrutar de un buen vaso de vino de Burdeos, de hacer juegos con las manos con vistosas sorpresas, o de plantearse preguntas sobre el universo”.
Luego de resumir un mito chino acerca del sistema solar, dice: “(…) aunque se nos ofrecerían grandes posibilidades de broncearnos, la vida probablemente no se desarrollaría nunca en un sistema solar con múltiples soles”.
Su humor británico es inconfundible cuando juega con diversas teorías que derivan en el colapso del sol o su transformación en hoyo negro: “Cualquiera de las dos posibilidades nos echaría a perder el día”.
Sabemos también que fue en un pub cuando Hawking confesó, con la humildad de los grandes, un error en su teoría inicial sobre los hoyos negros. Había apostado con otro científico y le pagó con un ejemplar de la enciclopedia total del Beisbol.
Sólo alguien con sentido del humor tiene el tino de nacer el 8 de enero de 1942, en el 300 aniversario de la muerte de Galileo. O de morir un 14 de marzo, día del cumpleaños de Einstein. Pero lo que sospecho es que Stephen Hawking se rió para siempre al plantear, según la teoría M, que hay 10 a la 500 potencia de universos — sólo uno de los cuales corresponde al que conocemos—, cada uno con sus propias leyes, lo que significa que “si alguien pudiera analizar las leyes predichas para tales universos en tan sólo un milisegundo por universo y hubiera empezado a trabajar en el instante del Big Bang, en el momento presente sólo habría podido analizar las leyes de 10 a la 20 potencia de ellos, y eso sin pausas para el café”.
Es decir, sospecho que reía, sobre todo, de nuestra pequeñez. Y por el “triunfo” de estar vivos. “No mires a tus pies, mira las estrellas”, decía.
adriana.neneka@gmail.com