Texto: Ma. Angélica Navarrete Rodríguez, Nayeli Reyes y Anahí Gómez
Fotos actuales: Anahí Gómez
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Miguel Ángel Garnica
Luego de la mañana de aquel jueves 19 de septiembre de 1985, en la que un temblor de 8.1 grados Richter proveniente de las costas de Michoacán afectó varias zonas de Colima, Jalisco, Guerrero y en mayor magnitud de la capital, lo primero que surgió luego del derrumbe de muchos edificios fue una reacción inmediata de ayuda entre la población.
Pasado el sismo vino la ignorancia de los daños causados, no era creíble lo que la Radio después de algunas horas comenzó a reportar. Los periodistas Jacobo Zabludovsky, primero en Radio y luego por Televisión, así como José Gutiérrez Vivó, en Radio Red, fueron de las primeras voces que iniciaron transmisiones ininterrumpidas para describir numerosos derrumbes, muchos de ellos de edificios emblemáticos de la capital que en cuestión de segundos se vinieron abajo ante el asombro de muchos.
Aquellas voces de la Radio, incansables y transmitiendo en su tono de voz su propia incredulidad, iniciaron una jornada de 24 horas de transmisión sin interrupción para servir de puente entre autoridades y sociedad civil... “se necesita una grúa de pluma en tal dirección… falta luz y agua en tal zona… se reporta una fuga de gas en tales otras, extreme precauciones… urge sangre tipo tal para el señor o señora que está en la cama número tal del hospital…” eran los constantes reportes que se escuchaban en Radio y Televisión.
Al día siguiente la primera plana de EL UNIVERSAL difundía cifras preliminares, más de 3 mil muertos y 200 edificios dañados, 50 mil familias sin techo y por lo menos 3 mil hospitalizados. Las cifras reales nunca se supieron.
La población aún incrédula seguía sin comprender lo que acababa de pasar, no había líneas telefónicas; claro, tampoco había celular, ni había twitter y la luz se restableció hasta las 11 de la mañana A partir de ese momento en las calles reinaron por semanas las sirenas de ambulancias y bomberos en su interminable ir y venir. La magnitud de los daños comenzaba a develarse.
La incertidumbre y desesperación por encontrar vida bajo los escombros de familiares y amigos de los afectados provocó que el primer impulso de los habitantes de la capital fuera volcarse a las calles y recoger con sus propias manos piedra por piedra para sacar a los sobrevivientes, sus gritos de auxilio comenzaban a escucharse lejanas, enterradas, entre toneladas de concreto, lodo, muebles, ropa, aparatos y olor a gas.
Como hormigas hombres, mujeres y muchos jóvenes, pronto llegaron dispuestos a ayudar en los lugares más afectados: el Centro, la colonia Juárez, la Roma, la Narvarte, avenida Reforma, zonas cercanas al Monumento a la Revolución o Tlatelolco, entre otras, la remoción de escombros era urgente para encontrar vida, iniciaba una carrera contra el tiempo, todo urgía, no había orden, todo era caos y desorganización y la ayuda de las autoridades no llegaba.
Así, familiares, amigos cercanos, vecinos de las zonas afectadas, población civil pues, comenzó a organizarse como pudo. Primero empezaron a tomar piedras y a arrojarlas lejos, iniciaba una tarea que se avizoraba interminable ante la presencia de toneladas de peso entre piedra, metales, objetos y cadáveres que colgaban de los edificios aplastados.
En los periódicos hubo amplio despliegue fotográfico.
La sociedad sola comenzó a organizarse, cada quien aportaría lo que sabía hacer: los doctores y enfermeras a atender heridos y verificar si las víctimas que salían de los escombros estaban vivas o muertas, albañiles a remover escombros, estudiantes también y los padres, esposos, hermanos, hijos de los que estaban enterrados, amigos o simplemente los que vieron cómo se derrumbaron las construcciones sobre quienes pasaban por ahí en el momento del sismo. Ya no importaba si eran familiares o no, se trataba de una reacción natural, inmediata, de ayudar a salvar la vida.
Las mujeres a proveer comida en comedores provisionales a los que removían la pedacería de las construcciones y para los que llevaban y traían las herramientas necesarias para la titánica tarea, pronto cientos de manos desesperadas removían los escombros ante la tardía reacción y organización de las autoridades gubernamentales aquel 1985 durante la administración de Miguel de la Madrid Hurtado. El esfuerzo siempre parecía insuficiente los escombros parecían nunca terminar. Conocida la magnitud del desastre en los días posteriores más voluntarios de varios estados, organizaciones y otros países se unieron a esta ardua labor.
Muchos ese día no fueron a la escuela o a sus trabajos, no precisamente por temor, sino que tomaron en una actitud que se generalizó. Por la tarde y noche, ayudaron como voluntarios en el retiro de escombros, también a organizar el tránsito de los cuerpos de rescate, daban orientación a transeúntes, colaboraron de muchas formas con los cuerpos de emergencia.
Esta labor solidaria decían las notas de este diario “patentizó ese sentido que tienen los mexicanos para hermanarse en momentos de angustia y tragedia”. En un recorrido por las zonas afectadas se vio el trabajo de rescate de ambulantes de la capital y de diversos lugares cercanos al Distrito Federal que habían venido a “socorrer a sus hermanos en desgracia.
A ese ejército de salvadores se les habían unido jóvenes y adultos de manera espontánea, sin medir peligro, arriesgando la vida, iniciaron su ayuda sin otro elemento que sus propias manos.
Un diálogo alrededor del edificio Nuevo León derrumbado por el sismo en Tlatelolco: “¡Cuidado muchacho! –gritó un bombero–. ¿No ves que ese pedazo de mampostería puede desprenderse y puedes caer?...No importa necesitamos saber si hay víctimas” y en otros sitios otros “espontáneos” gritaban a camilleros de la Cruz Roja “rápido vengan aquí se estuchan los quejidos de una persona” y en efecto, un hombre como de 35 años con el rostro congestionado de angustia y sangrando de piernas y manos que se encontraba boca arriba, logró ser rescatado.
En la calle de Humbolt y Avenida Juárez, así como en todas las zonas de desastre, la escena se repetía, gritos de ayuda, sobre Humbolt se había venido abajo el Colegio Nacional de Educación Profesional (Conalep). “Hay muchos estudiantes llegan desde las siete de la mañana” se escuchó, “¡También hay niños!”, secundaron otros. Las brigadas de rescate llevaban ya siete horas trabajando y habían logrado avances, la lucha era contra el tiempo y la lluvia que amenazaba.
Aquí el desorden era total, todos daban órdenes, se tendían cordones humanos para evitar la rapiña o entorpecer la labor, pero todos querían ayudar y el pueblo se mostraba nuevamente unido recordando la tragedia de Ixhuatepec del 19 de noviembre de 1984, aquella gran fuga de gas que terminó en explosión calcinando a los habitantes de comunidades cercanas.
En esta plana se pueden observar los daños en el edificio de la Secretaría de Comunicaciones, ángulo superior derecho, sobre Eje Central Lázaro Cárdenas. Las otras imágenes corresponden al incendio en el Hotel Regis, abajo, y el Hotel Versalles, a mitad de plana a la derecha, el cual luce derrumbado.
Aquel 19 de septiembre de 1985, el tenor nacido en España Plácido Domingo se solidarizó con México, andaba entre los escombros de Tlatelolco buscando a cuatro personas de su familia que habitaban los departamentos 417 y 517 del edificio Nuevo León, en Tlatelolco, que colapsó por el sismo de 8.1 grados Richter.
“Seguimos aquí. No los hemos encontrado. No sólo estoy buscando a mis seres queridos. También al resto de la gente y cuando los míos sean hallados, no me iré de aquí. Me he enrolado en esta brigada de gente buena, de gente que, sin importar horarios ni hogar, están aquí”, afirmó en aquel entonces.
Llegó tres días después del terremoto, en un principio su presencia fue muy llamativa, luego se integró a las filas de ayuda como uno más, con el paso de las jornadas se podía ver su robusta figura confundirse entre miles de personas con casco y mascarilla que se enfrentaban al tiempo para encontrar a sus familias, le llamaban “compañero”.
El tenor español Plácido Domingo pronto se unió como un brigadista más en la zona de Tlatelolco, su fama no impidió que metiera las manos a los escombros y ayudara hombro con hombro mostrando plena solidaridad.
Andaba entre el cascajo, con la barba crecida y cubierta de polvo, pantalón de mezclilla, camisa azul a cuadros, botas, casco plateado, googles y mascarilla. Se convirtió en un canalizador de ayuda, la gente llegaba a preguntar por él y los enviaba a donde más manos se necesitaban, también aprovechaba la presencia de los medios para pedir los víveres y enseres que les faltaban. Llegaban picos, palas, cascos, consignados al señor Plácido Domingo.
Sus padres vivían en Satélite, a ellos no les pasó nada, caso contrario a los dos tíos, una tía y un sobrino que vivían en lo que fue ese montón de escombros en el que trataba de abrirse camino, durante cerca de18 horas de trabajo diarias, en colaboración con los “topos” e ingenieros a quienes repartía instrucciones.
El ruido de máquinas no se detenía y la fetidez que comenzaba a inundar Tlatelolco. “Una voluntaria se acerca a ofrecerle café. Una palmada es el mejor estímulo. Es el bálsamo que reconforta al ansioso pariente que allí esperando noticias éstas aunque sean magras”, escribió Daniel Barragán.
Sus temores fueron ciertos, su familia perdió la vida aquel año. "El tiempo pasa tremendamente rápido en la vida, pero lo que sentimos está ahí tan profundo que parece que ha sido una eternidad", afirmó el tenor en el 2015, durante la ceremonia en el que recibió el premio Ángel de la Ciudad, otorgado por el Gobierno de la Ciudad de México, por su solidaridad durante la desgracia.
Plácido Domingo dedicó el galardón a todas las personas que brindaron su ayuda a quien lo necesitó en 1985, entre ellos a los "topos", asimismo, a su cuñado Alfonso, su sobrino Agustín y su hijo Pepe.
La desesperanza se expandía, después del terremoto, en el Hospital Juárez quedaron atrapados más de 200 mil personas. Los rescatistas trabajaban sin descanso, pero el futuro lucía aterrador; entre los escombros encontraban a cientos de cuerpos sin vida, ningún sobreviviente.
La catástrofe superaba todo lo imaginable, pero las labores de rescate nunca pararon. Fue hasta el miércoles 25 de septiembre cuando Samuel Ramírez, empleado de la Compañía de Luz, escuchó el llanto de un bebé. Los trabajos se intensificaron, se hizo el silencio total, los puños al cielo y los rezos de fe.
Eran las 17:23 horas, cuando Samuel salió de entre el cascajo con un pequeño bultito en los brazos. Socorristas y voluntarios llenos de polvo, con el sudor pegado en sus ropas, bajaron al infante en una canastilla. El brazalete que el bebé de 10 días de nacido traía en su manita decía: "Mendoza Ruiz". La gente aplaudía, pero el recién nacido callaba. Su estado era grave, inmediatamente fue llevado a una incubadora y trasladado al Hospital Central Militar.
Una enfermera aseguraba que en la sala de maternidad había más bebés. Samuel Ramírez, que ya tenía localizado el lugar exacto donde permanecía la entonces derrumbada sala de maternidad, volvió de inmediato con la esperanza bien sostenida de salvar más vidas.
Eran las 19:55 cuando rescató a otra niña, está vez sería "Sara Corona Pérez" de 8 días de nacida. "¡Milagro!", decía la gente que no cesaba de vitorear. A las 20:10 horas, otra bebé era sacada de entre los escombros.
Durante esa semana se rescataron a 17 bebés. El subdirector Médico del Hospital Juárez, Jesús Aguilar Rodríguez, al comentar la fortaleza de los niños, dijo para EL UNIVERSAL en aquella ocasión: "Todavía hay mucho qué aprender de los niños, más que de los adultos".
Los pequeños sobrevivientes fueron apodados los "bebés milagro". Se convirtieron en el símbolo de luz que el México en ruinas necesitaba. Los puños permanecieron en lo alto, después de presenciar el milagro, la solidaridad de los mexicanos no flaqueó, al contrario, se hizo más fuerte para demostrar lo grande de la vida, de la unión, de una palmada en el hombro.
Al día siguiente el editorial de EL UNIVERSAL hacía referencia a aquella solidaridad: “…es hora de luto, pero también lo es de reflexión frente a lo desconocido, de solidaridad ante el infortunio colectivo, de responsabilidad ante la alteración de nuestra normalidad ciudadana, de valor ante la adversidad. Y es hora, también, de disciplina colectiva…”
En su artículo: “En la tragedia, solidaridad”, Raúl Trejo Delarbre señalaba que “centenares, millares seguramente millares de ciudadanos, que a veces a pesar de sus propias tragedias personales, estuvieron en las calles ayudando a remover escombros, a confortar heridos, a orientar el tráfico de vehículos… antes de medio día ya se organizaban para conseguir medicinas, cobijas y para preparar centros de reunión de los damnificados. Las todavía tartamudeantes y dañadas líneas telefónicas alcanzaban a registrar no sólo quejas, sino noticias de esfuerzos organizados para sobreponerse a la tragedia”.
Delarbre decía que en medio de tanto drama, sorprende que no casi no hay lamentaciones, casi nadie se queja, el llanto era poco, era hora del esfuerzo, de cooperación. Le emoción era por la catástrofe, pero también por la respuesta generosa, desprendida de la gente que acude a ayudar, a donar sangre, a regalar víveres. Por eso podemos sobreponernos a estas fatalidades. Por esa infatigable capacidad para lograr, en la tragedia, una noble y recia solidaridad”.
“Una situación irregular como la que vive la ciudad de México requiere, sin duda, de actitudes a la medida de tal situación, asumidas con la mayor responsabilidad tanto por el Gobierno como por la sociedad… Ayer en nuestra metrópoli la solidaridad ciudadana, por si había alguna duda, fue de tal contundencia que hoy permite afirmar que el pueblo mexicano no se desmorona como los edificios que vimos caer…es la actitud que se pudo ver en cada calle, en cada esquina, donde la tragedia estaba presente”.
Caricaturistas expresaron luto y solidaridad ante la tragedia.
Se decía también que no se podía cerrar los ojos ante la tragedia: “Ni la ciudad ni nosotros volveremos a ser los mismos… La tragedia ya no nos resulta ajena. Tenemos la obligación de enfrentarla con eficacia si existiera nuevamente otra eventualidad”, afirmaba que ese era el mensaje que debíamos obtener de estas penosas circunstancias.
“No tendríamos disculpas, en lo sucesivo, para que las catástrofes nos tomaran por sorpresa. Capacitarnos, estar prevenidos para afrontar adversidades, es una tarea que ha de marchar paralelamente a la urgente reconstrucción de lo que en nuestra ciudad ha quedado destrozado… La cooperación, además de mantenerse, ha de tornarse en respeto al orden”.
Como hacía alusión el editorial de aquel día, por muchos esfuerzos de reconstrucción que se hagan, siempre quedará en la memoria las zonas afectadas, el panorama de destrucción, sombras y lamentaciones en que se convirtieron luego de aquel sismo.
Apenas el martes, otra vez 19 de septiembre pero de este 2017, vivimos una experiencia similar un sismo de 7.1 grados nos recordó aquella tragedia del 85. La reacción de la población, sobre todo jóvenes, también ha sido inmediata, incansable. Siempre aprenderemos algo de cada evento.
Cierto, el recuerdo de todo lo sucedido estará allí por mucho tiempo para recordarnos las magnitudes de estas tragedias, como testimonio de nuestra propia inseguridad, pero también en la memoria del aprendizaje colectivo y del recuerdo de que la solidaridad, característica nata de nuestro país, permanecerá siempre ante las tragedias y surgirá las veces que sea necesario.
Fuentes:
Hemeroteca y Archivo fotográfico de EL UNIVERSAL. Notas de EL UNIVERSAL publicadas en 2015.