Texto: Daniel Lávida
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Miguel Ángel Garnica
Ubicado en Avenida Circunvalación número 87, en la colonia Morelos, se ha mantenido en pie en la Ciudad de México, siendo el más antiguo de la capital con 107 años de existencia, según las placas conmemorativas del pasillo de entrada a este recinto.
En el pasillo de entrada al internado se encuentra una placa conmemorativa en honor a su fundador Francisco I. Madero.
Conversaciones entrecortadas; silencio interrumpido por las risas. Los recuerdos de la infancia se avivan como una llama que se rehúsa a extinguirse. “¿Pensaron que no iba a venir?”, comenta, en forma de saludo, María de los Ángeles Izquierdo Ramírez a la par que sus amigos sirven el desayuno y platican sobre el tiempo en el que este espacio fue su hogar; llenando la atmósfera de nostalgia.
“Era muy traviesa y muy deportista, aunque en las aulas no era tan buena; pero, eso sí, jamás reprobé. Me acuerdo que: en una ocasión reuní un grupo de niñas, de 10 o 12 (años), para buscarnos un novio; ellos nunca lo supieron. Los invitábamos a jugar encantados, hasta los escogíamos”, recuerda María.
Escuela para los ‘hijos de la Revolución’
Este espacio abrió sus puertas el 24 de diciembre de 1911, por mandato del presidente Francisco I. Madero. “Motivado al ver una gran cantidad de niños y jóvenes huérfanos, en condición de calle, decidió construir un espacio en el que los apoyaran”, comenta Gloria del Carmen Santana Hernández, responsable de las relaciones públicas del internado.
La escuela para los ‘huérfanos de la Revolución’ fue construida en la entonces llamada colonia La Bolsa –hoy colonia Morelos–. En ésta admitían desde niños de seis años hasta jóvenes de 19. “Lo que buscaba el presidente [Francisco I.] Madero era que tuvieran un lugar para comer y dormir”, agrega.
En el pasillo de entrada del internado se puede ver un mural realizado en el marco del centenario de esta institución. En él se aprecian etapas de la revolución mexicana y la creación de este recinto
Por las mañanas recibían educación primaria y por las tardes les impartían talleres de oficio, entre ellos carpintería y zapatería. Con el paso de los años esta institución intentó seguir el modelo de las escuelas de carácter industrial de Estados Unidos.
Aquí los alumnos adquirían “herramientas para enfrentarse a la vida adulta: aprendían a cocinar, cultivar, criar animales, planchar, lavar y hacer de comer. Las niñas se encargaban de hacer los uniformes para ellas y para los hombres; en esa época aún eran muy machistas”, añade.
Durante las dos primeras décadas el mantenimiento que recibía este recinto era mínimo. Para 1930, algunas aulas tenían hoyos en el techo y las paredes se encontraban descuidadas; las camas carecían de colchones.
Para 1930, las aulas recibían poco mantenimiento, algunas tenían hoyos en las paredes y se encontraban descuidadas. Foto: Archivo General de la Nación.
El dos de octubre de este año, EL ILUSTRADO publicó una crónica titulada: “Los Pilletes Mexicanos en un Nuevo Camino para el Futuro, en ésta se puede leer: “Mendigos, hijos sin padres, raterillos, delincuentes precoces, aspirantes a Raffles y demás gente menuda del mundo pícaro y equívoco reciben en dicha institución lecciones de zapatería, sastrería, mecánica, ebanistería, etc., etc. Evidentemente que estos niños (…) encuentran en estos talleres su regeneración, su camino recto para la vida”.
Reciben en dicha institución lecciones de zapatería, sastrería, mecánica, ebanistería, etc., etc.. Foto: EL ILUSTRADO y Archivo General de la Nación.
Según la crónica de 1930 en EL ILUSTRADO, gran parte de los estudiantes llegaban de la colonia La Bolsa -hoy Morelos-. En la actualidad –comenta Gloria Santana- “los niños provienen de distintas colonias, algunos de Nezahualcóyotl, de Chalco, Ecatepec, Iztapalapa; no podría decir que la mayoría son de la colonia o la delegación”.
En el Ilustrado se lee: “algunos alumnos son recogidos de las calles por las autoridades; otros, nos los envía el tribunal”; sobre esta información Gloria Santana declaró que desconoce en qué momento dejaron de manejarse esos protocolos, “posiblemente fue cuando se construyó el nuevo edificio”, dice.
Expropiación petrolera y educación militar
En 1938, “cuando el presidente Lázaro Cárdenas decidió expropiar el petróleo pidió apoyo a todos los mexicanos. Los niños de la escuela Francisco I. Madero decidieron donar la mitad de su ración de comida”, comenta Gloria Santana.
De esta época María de los Ángeles Izquierdo Ramírez conserva las historias que le contaban sus amigas mayores cuando ella ingresó al internado, en 1940.
“Me contaron mis amigas que cuando estuvo el problema de la expropiación [petrolera] nuestro país quedó completamente endeudado; pagaban con lo que podían: con animales, con sus ahorros.
“La escuela armó un grupo de maestros y alumnos, llevaron sus bolsitas de dinero. Fueron 400 pesos. Entonces, nuestro presidente Lázaro Cárdenas se ofreció a modernizar la escuela –porque esa ya era un jacal–. Lo cumplió. El edificio nuevo costó un millón 100 pesos, lo construyeron en un año”, comenta María, emocionada.
María de los Ángeles Izquierdo Ramírez ingresó al internado en 1940, meses después de su ingresó se inauguró el nuevo edificio.
El edificio era más grande y moderno que el anterior. Abarcaba una manzana completa. Además de las aulas para tomar clase, había talleres, dormitorios, la alberca –que actualmente está techada– y dos canchas de frontón. “Ahora que vuelvo a este lugar y veo la arquitectura me doy cuenta que esto fue muy moderno para su época”, comenta José Rolases, exalumno del internado y quien luego ejerció como ingeniero civil.
Construcción del nuevo edificio. Más grande y moderno que el anterior. Abarcaba una manzana completa. Foto: Archivo General de la Nación
“Se podría decir que la segunda etapa comienza con la construcción de este edificio, o con su inauguración el 28 de noviembre de 1940, días antes de que Lázaro Cárdenas entregara la presidencia a (Manuel) Ávila Camacho”, dice Gloria Santana, quien está por cumplir 14 años en la institución.
Cuando se inaugura el nuevo edificio, el presidente decide implementar una educación militarizada, las niñas dejan de hacer el uniforme y la Dirección General de Internados (fundada también por Lázaro Cárdenas) se encarga de repartir la ropa para todo el alumnado. En esta época se le conoce a los internados como: escuelas “hijos del Ejército”.
Carta del presidente Lázaro Cárdenas donde habla sobre la escuela Francisco I. Madero. Foto: Archivo General de la Nación.
En 1940, a lo largo del territorio nacional existían 28 instituciones de este tipo, bajo la Dirección General de Internados, cuatro se encontraban en la Ciudad de México, según la gaceta “Internados” que publicaba José Vasconcelos.
Tres siguen en pie: el número 1 “Gertrudis Bocanegra de Lazo de la Vega”, ubicado en la colonia Del Valle; el número 2 “Ejército Mexicano”, en Azcapotzalco; y el número 17 “Francisco I. Madero”, bajo la Administración Federal de Servicios Educativos en el Distrito Federal (AFSEDF). “El número 28 “Lázaro Cárdenas”, se encontraba cerca de la Central de Abasto, hoy es una primaria”, dice Gloria del Carmen.
Para María Izquierdo, a sus 87 años, el momento en el que entró por primera vez al nuevo edificio se conserva fresco en su memoria. “Yo venía de provincia, era de muy pocos recursos. Cuando yo entré aquí me pareció un palacio. Todo era nuevo, las sábanas camas y sillas, todo estaba limpio”.
En su memoria se conserva, también, la disciplina militarizada. “En esa época eran muy estrictos, como si formáramos parte del Ejército. En esos años cambiamos el color de nuestro uniforme a verde olivo, como los soldados, nos levantaban antes de la siete de la mañana y nos metíamos a bañar con agua fría y, no recuerdo si era en la mañana o en la tarde pero, había días en los que marchábamos en el patio.
“Hoy los alumnos ya no conocen eso, les falta esa disciplina. Ahora tienen agua caliente y a los más pequeños les ayudan a bañarse”, comenta María quien se apoya de un bastón para caminar.
Nos levantaban antes de las siete de la mañana y nos metíamos a bañar con agua fría y, no recuerdo si era en la mañana o en la tarde pero, había días en los que marchábamos en el patio Foto: Archivo General de la Nación
“En mi época de estudiante había disciplina y mano dura por parte de los prefectos. Todos eran militares de la Revolución y la banda de guerra era extraordinaria, a uno se le enchinaba la piel al escucharlos tocar”, recuerda Adolfo Lobato Croda. Ingresó a este internado el primer lunes de febrero de 1952, bajo el calendario tipo A que abarcaba hasta noviembre.
Adolfo Lobato aún tiene muy claro en su memoria los años como estudiante del Internado número 17 y cada vez que visita la escuela lo invade “una sensación indescriptible”. Por su memoria rondan las travesuras de la infancia, como cuando se escapó para ir al cine.
Para él este espacio tuvo una trascendencia superior a la que podía haber pensado cuando ingresó. Aquí fue donde encontró a personas que, a pesar de los años, ideología, religión o condición, aún frecuenta y considera como “parte de su familia”.
“El internado fue mi segunda casa, mis cimientos para formar mi carrera de ingeniero. Mi padre era campesino y de no haber sido por el internado me podría haber quedado en el rancho sembrando maíz, frijoles y tabaco”, comenta Adolfo quien a pesar de sus problemas de salud frecuenta a sus amigos.
Asociación de estudiantes, un apoyo al internado
Para 1974, “las autoridades del gobierno iniciaron programas de austeridad y los internados comenzaron a desaparecer por lo que un grupo de personas, encabezadas por el profesor Enrique Ramírez Mejía, se propusieron ayudar a los niños para brindarles una mejor calidad de vida, es así como nace la Asociación de Exalumnos del Internado ‘Francisco I. Madero’”, relata Adolfo Lobato.
En los primeros años consiguieron la construcción del Auditorio. En 1985 tomó la presidencia de la asociación el profesor Juan Manzo, quien desde estudiante fue querido y recordado en esta institución:
“En su gestión se hicieron infinidad de obras, en 1985, el internado prestó sus instalaciones para albergar oficinas de la Secretaría de Educación Pública que se vieron afectadas a causa del sismo. En esos años la SEP había reducido la alimentación [en el internado] y él consiguió que tablajeros de la zona mandaran carne.
“Además, pretendían desaparecer los internados del país, y en compañía de su secretario – que era yo [Adolfo Lobato] – hizo las gestiones para lograr la continuidad de los planteles del país y muchas otras obras en pro de la niñez; sin duda el mejor presidente que ha tenido la asociación”, comenta Adolfo Lobato Croda, quien también fue presidente de aquella a partir de 2011.
Durante su gestión, el ingeniero Lobato organizó los festejos del centenario del Internado. La asociación cooperó en el Día del Niño, en la ceremonia en conmemoración del aniversario luctuoso de Francisco I. Madero –fundador de la escuela–, con aportaciones en efectivo para mejoras en la calefacción de la alberca y en la donación de la Unidad Dental actual, llamada Profesor Juan Manzo, como un reconocimiento a su inmensa labor durante más de 25 años. Actualmente se encuentra como presidente Fernando Martínez Mota, de la generación 1977-1983.
Placas conmemorativas por el centenario de la fundación del Internado número 17 “Francisco I. Madero”.
“Es un gusto que estén todos por acá”. “¿Hace cuánto que no nos veíamos?”. “La última vez fue el año pasado, ¿no? Aunque, no fue aquí”. “No ya no me acuerdo, la verdad”, son algunos de los comentarios entre los exalumnos de este internado.
El comedor se encuentra vacío; por los ventanales la luz del sol entra con poca fuerza. Las tortillas, tortas de papa, nopales y el chicharrón en salsa verde, se colocan en una mesa separada. Ahí comienzan a servir. Al fondo de las mesas unidas se colocan las fotografías del profesor Juan Manzo y de otras dos exalumnas que ya no podrán asistir físicamente a estos desayunos.
Se sirve el café, se prueban algunas galletas. Se saludan como lo harían los hermanos al verse en la noche después de una jornada de trabajo o de escuela. Se preguntan cómo han estado, qué han hecho, cómo los ha tratado la vida. Ríen y disfrutan por estar juntos durante dos horas.
El ingeniero Adolfo Lobato llegó en silla de ruedas acompañado de su esposa y su hijo. Los quería ver, quería estar con aquellas personas a las que considera “hermanas y hermanos”. Mira a María de los Ángeles Izquierdo, saluda a Gloria del Carmen, los demás lo saludan a él. Se disponen a probar el desayuno.
Al terminar se dicen algunas palabras de aliento y se le entrega al ingeniero Lobato una placa para agradecer por todos los años en los que estuvo al frente de la Asociación de exalumnos. Le cuesta trabajo hablar –por su enfermedad–, quiere decir algo, busca la forma de agradecer pero no puede, sus ojos se llenan de lágrimas, baja la mirada, tal vez por vergüenza a que lo vean llorar como cuando eran niños.
Corren a abrazarlo y a decirle que pronto se va a mejorar. Su esposa toma la palabra: “Gracias a todos, de verdad, esto es algo muy significativo para él, no sé cómo agradecerles todo esto”, comenta con la voz entrecortada. Su hijo llora al ver cómo reconocen el trabajo de su padre.
Adolfo Lobato Croda recibió una placa como agradecimiento por todos los años en los que estuvo al frente de la Asociación de exalumnos.
Poco a poco los exalumnos se retiran del plantel, algunos siguen recordando sus anécdotas al pasar por lugares en específico, otros se quedan ensimismados, pensativos, con un grado de nostalgia reflejada en sus ojos.
Otros como María Izquierdo, Adolfo Lobato y José Rosales –siendo éste último quien más habla– recuerdan sus travesuras, esos años en los que este espacio era sus hogar. Recuerdan, entre otras cosas, cuando aún estaban las canchas de frontón –donde ahora está la Dirección General de Televisión Educativa DGTVE–.
“Me acuerdo que luego me la pasaba en las canchas de frontón y nos aventábamos juegos de 20 centavos, o algo así, el chiste es que había veces en los que yo ya me sentía rico. Aunque otras veces jugué hasta que se me hincharon las manos”, comenta José Rosales.
Exalumnos posan junto a Gloria Santana. Al fondo una fuente donada por la asociación en 2003.
Este internado, el más antiguo de la capital, tiene 107 años de existencia. En la actualidad tiene 183 alumnos, cifra que difiere mucho a los 850 estudiantes que albergaba el edificio en la época de Adolfo Lobato, en los años 50.
La distribución de horarios es igual que cuando la fundó el presidente Francisco I. Madero: Por las mañanas reciben educación primaria y por las tardes talleres y actividades deportivas, la edad es de seis a doce años como en cualquier otro plantel de educación básica.
Los alumnos ingresan los lunes a las 6:45 de la mañana y salen los viernes a las cinco de la tarde, “la última semana del mes salen desde jueves porque el viernes tenemos junta de consejo”, comenta Gloria Santana.
Los talleres son carpintería, serigrafía, bordado, manualidades, entre otros. Los deportes los practican tres veces a la semana y son: natación, lucha olímpica, levantamiento de pesas y tiro con arco.
En el pasillo de la entrada del Internado se puede observar un mural en el que aparece Lázaro Cárdenas, en éste se cuenta la historia de la fundación del nuevo edificio.
Este espacio sigue recibiendo a niños con problemas en casa, vulnerabilidad, desintegración familiar o situación económica precaria, tal como lo pensó Francisco I. Madero hace más de un siglo al fundar este lugar.
Nuestra foto principal es una imagen del comedor del primer edificio de este internado, propiedad del Archivo General de la Nación; década de los 30.
La foto comparativa antigua es de los años 60, propiedad del Archivo General de la Nación, en ésta se puede observar el patio del nuevo edificio, la vestimenta de los niños en esos años, así como a los profesores y personal de vigilancia.
Fuentes:
EL UNIVERSAL ILUSTRADO de 2 de octubre de 1930; entrevista con exalumnos del internado; entrevista con Gloria Santana, encargada de relaciones públicas del internado “Francisco I Madero”.