Texto: Magalli Delgadillo
Fotos actual: Ariel Ojeda y Magalli Delgadillo
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Miguel Ángel Garnica
Dos hombres le quitan las “patas” a los chiles afuera de un molino y los pasan de un costal a otro, donde las clasifican de “sucios” a “limpios”. Algunos de estos chiles son fritos, pero, al final, todos son triturados tres veces: en la primera se convierten en semipolvo; cuando pasan por el segundo artefacto, le agregan almendras, pasas, y especias; finalmente en la máquina de piedras le agrega el sabor tradicional, además de un “acabado más fino”. El olor comienza a extenderse tanto que da la sensación de comer mole con el olfato.
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Cada mes en la Molinera El Progreso se machacan varios kilos de chiles junto con piñones o almendras y otros ingredientes para obtener 300 kilos de cada tipo de mole: pipián, poblano o verde, entre otros. Además, en ese lugar también se realiza la clásica harina para tamales.
César Girón, representante de la Molinera El Progreso, ubicada en la calle Aranda, en el centro de la Ciudad de México. Foto: Ariel Ojeda
César Girón, dueño de El Progreso fundado hace 70 años, no sabe el número exacto de sus clientes, pero recuerda que antes las mujeres estaban formadas desde temprano y que en los días festivos las filas eran largas, pero eso ha cambiado, pues César reconoce que ahora las mujeres ya casi no asisten, por lo menos para las moliendas, porque ahora existe el supermercado, donde todo es más fácil de conseguir.
Un día, una señora una vez le preguntó: “Oiga, ¿por qué ya no hay filas para moler? ¿Ya no atienden bien?”. César Girón respondió: “¿Bueno, el día que usted ya no venga, su hija sabe hacer mole? Y la señora contestó: ‘No’. Conforme las personas mayores se van muriendo, ya no hay quién haga el mole, pues es complicado de preparar”.
El señor Agustín Esquivel, quien tiene 46 años laborando en el molino La Jalisciense —en la calle Abraham González, colonia Juárez—, también recuerda a las mujeres madrugadoras que esperaban afuera del negocio desde las cinco de la mañana hasta las ocho, cuando abrían.
El hombre detrás del mostrador atiende a los clientes siempre con una sonrisa y amabilidad y cuenta cómo ha cambiado el negocio: “Había mucha demanda de harina, se vendía trigo, maíz para alimentar palomas, maicena. El 80% de lo que se vendía, ya no lo piden”.
Arturo López. Trabajador desde hace 30 años en La Jalisciense. El horario en ese lugar es el mismo desde hace 90 años: de 8:00 a.m. a 2:00 p.m. y de 4:00 p.m. a 7:00 p.m.
Para fin de año vendíamos 300 o 400 kilos (cada uno a peso en los 70) de harina tamalera, ahora, de acuerdo con él, ha disminuido y eso lo atribuye que en otros negocios se las dan uno o dos pesos más barato el producto de los 14 pesos que cuesta ahí, pero ellos son famosos por la preparación especial de esta harina para tamales, pues además de la receta tradicional, le ponen un “toque secreto”. Su anuncio en letra manuscrita dice: “Sin duda esta es la casa que produce la mejor harina fresca especial para tamales”.
Don Agustín Esquivel tenía 18 años cuando el dueño lo invitó a trabajar. Antes de eso, laboró como tortillero y ganaba 15 pesos diarios; luego fue repartidor de carnes y le pagaban 25, pero el dueño de La Jalisciense, Alberto López, lo invitó a trabajar por 200 cada día.
El señor Agustín Esquivel (derecha) y don Alberto López (derecha) han sido compañeros por más de 30 años.
El inicio del negocio La Jalisciense, hace 90 años, fue por iniciativa del tío del señor López. Este negocio sigue en la colonia Juárez y brinda sus servicios a los clientes de todas las edades que van a comprar desde maicena hasta moles.
Algunas de sus clientas frecuentes se encuentra la señora Guadalupe González, quien fue enseñada por su mamá a preparar platillos tradicionales y comprar en mencionado comercio: “Hace más de 20 años, una prima de mi mamá vivía por aquí y las dos compraban aquí su maíz para hacer pozole”. Ella dice que sigue viniendo en este lugar por dos razones: la costumbre (viene desde su casa, ubicada por el Aeropuerto de la Ciudad de México, por maíz) y porque “sí rinde. Las de bolsita no”. Además, argumenta, las de supermercados tienen muchos químicos. La señora Guadalupe cree que ya hay pocos negocios dedicados a vender estos productos más naturales.
Por su parte, otra clienta tiene 30 años adquiriendo aquí diferentes productos, en esta ocasión se llevó 13 kilos de maíz. A ella le gusta porque “rinde. Es muy buen maíz, abre muy bonito y sabe rico” a comparación del producto empaquetado. Ella no cree que desaparezca porque ahí está todo lo necesario para hacer los platillos mexicanos.
“Hay bastantes (negocios) más modernos. Este es uno de los más viejos” y quizá, uno de los más antiguos en la colonia.
Lo único que no ha cambiado en este local es su inmobiliario, pues utilizan el original. Ahí, están los muebles de madera recia con cristales, los botes de aluminio en color crema con varias pasadas de pintura para disimular el paso del tiempo con los nombres de los productos en rojo: “Pan molido”, “Harina de garbanzo”, “polvo de hornear”, “semilla de cilantro”…
Para Arturo López nada es complicado: “No, todo está fácil”; para Agustín Esquivel “lo rutinario ya no es difícil” y tampoco se le complican las tareas a César Girón Rodríguez, quien tiene 30 años trabajando en este negocio familiar (con 70 de antigüedad) llamado la Molinera El Progreso, la cual comenzaron sus papás y él heredó.
A pesar de ser un trabajo manual y de mucho esfuerzo, ellos no tuvieron que lidiar con las incomodidades de los molinos rústicos construidos con dos piedras grandes o pequeñas como el metate; tampoco batallaron con los molinos de viento inventados por los árabes en el siglo VIII, de acuerdo con la Cámara Nacional de la Industria Molinera del Trigo.
En el transcurso de la evolución del molino no sólo se buscó hacer más ágil el proceso, sino más limpio, pues la mayoría de veces, los cereales se mezclaban con arena o algunos otros residuos. La señora Carmen Mendoza vive en Michoacán, Pueblo Nuevo, y desde muy niña salía de su casa a las seis de la mañana y tenía que recorrer durante una hora el camino para triturar 20 kilos de nixtamal para completar la comida del día. Ella sigue yendo a uno más cercano y lo hace por costumbre, para vender tortillas y comer.
Molino de Nixtamal en la Ciudad de México en 1925.
En la capital de México, César Girón veía trabajar a sus papás (hace 70 años) en artefactos mecánicos lentos: “las máquinas eran movidas por un motor que repartía energía a través de bandas a las cinco o seis máquinas. Ahora ya hay cada uno para los chiles o la harina”.
A pesar de la tecnología en esta labor, ahora el problema es la falta de interés de las mujeres de hacer sus platillos “desde cero”. César comenta: “La diferencia es que ahora, las mujeres ya casi no hacen de comer; las señoras ya no preparan su maquila, ya no les enseñan a las hijas a preparar mole”.
Un molino no estaría completo si no se hiciera la preparación para tamales y el maíz para pozole: los granos “se lavan, se colocan en un tambo, le agregan cal y agua caliente que mezclan y dejan reposar dos horas y luego enjuagan con agua fría en una máquina”, explica Arturo López, uno de los trabajadores de La Jalisciense, quien se dedica a limpiar y preparar hasta 100 kilos de esta semilla por día.
Arturo López trabaja en el molino La Jalisciense y se encarga de preparar el maíz para pozole. El proceso es pesado, pero a él le agrada su trabajo.
En la Ciudad de México ya no es tan común, como en antaño, encontrar este tipo de negocios. El señor Arturo López, conoce, por lo menos, tres negocios de empleados que han salido de La Jalisciense para estructurar su propio comercio, en Cuajimalpa también sobreviven y en la zona cercana a La Merced existen, aproximadamente siete locales dedicados a esto.
Entre ellos se ubica el que está al mando de José Marcial, quien tiene 25 años al frente. Él llegó de Oaxaca y encontró la vacante como molinero. Con el tiempo, le tomó aprecio a sus obligaciones y le fue agradando el negocio, del cual es encargado y aún transmite sus habilidades a sus hijos.
Él comenta que el número de compradores, a comparación de los primeros años de trabajo, han disminuido en un 50%. Además, dice que antes hacía más de los 100 kilos de masa tamalera que ahora prepara. Lo han rebasado la tecnología y los supermercados.
A pesar de las bajas ventas, en los locales visitados aún se ven a jóvenes cerniendo, agregando agua, batiendo, recolectando la masa y empaquetándola en bolsas de plástico transparente. Uno de ellos es José Guadalupe, quien platica que recurrió a esta labor por necesidad, pero le agrada y no es pesado para él. Incluso, si tuviera la oportunidad de poner su propio comercio, lo haría.
En la calle de Manzanares también hay un negocio donde todos los trabajadores son muchachos que, quizá no pasan de los 25 años, y laboran haciendo la masa para tamales, la cual empaquetan en bolsas de un kilo. La mayoría de ellos llegó sólo por conseguir un trabajo, pero confiesan que con el tiempo le han tomado cariño a sus actividades. A pesar de no tener un antecedente familiar, ellos trabajan y disfrutan hacer las mezclas para lograr un producto previo a lo que podrían ser unos tamales, mole, pipián.
Quizá con ellos se repita una generación de molenderos formados por necesidad, pero dedicados a este oficio por gusto. De ser así, seguirían la tradición de contribuir para mantener nuestros platillos tradicionales y caseros. Quizá continuarán con la tradición de limpiar los chiles, freírlos, molerlos, condimentarlos y volver a molerlos.
Fuentes:
Entrevistas: César Girón de Molinera El Progreso; Arturo López y Agustín Esquivel de La Jalisciense; jóvenes de molino en la calle Manzanares. Sitios: la Cámara Nacional de la Industria Molinera del Trigo.