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Texto: Carlos Villasana y Ruth Gómez
Fotografía actual: Alejandro Acosta
Diseño web:
Miguel Ángel Garnica
En la actualidad, cuando vemos a través de la televisión o de otros medios de comunicación el traslado de prisioneros —incluidos los de máxima seguridad como recientemente Javier Duarte o Joaquín “El Chapo” Guzmán— y se puede observar el impactante cerco de seguridad empleado para tal tarea; resulta casi inimaginable pensar que en alguna época este tipo de traslado de prisioneros se realizara por las calles del centro de la Ciudad de México con los reos caminando en fila.
Precisamente, uno de los traslados de este tipo, a pie, más representativo fue el que ocurrió en los días de la Decena Trágica, en 1913, cuando varios prisioneros de la Cárcel de Belén —que había sido dañada por los combates de la Revolución—fueron llevados a los juzgados que se encontraban en la calle de Donceles, en el Ex Convento de la Enseñanza.
En el artículo “Cárceles en México. Historia negra de 5 siglos”, Abida Ventura informó que fue hasta inicios del siglo XIX que empezó la reglamentación sobre cómo deberían de operar las cárceles en el país, que para ese entonces ya estaban divididas y clasificadas.
Cárcel de Nacional de Belem
La Cárcel de Belem se distinguió porque fue el primer sitio donde se estandarizó que habría trabajo dentro de las prisiones para que pudiera generarse un flujo de capital, las autoridades también buscaban fomentar la música, los valores y la educación, para que así, tras su salida, los reos se pudieran integrar a la sociedad. Sin embargo, las condiciones en las que vivía el prisionero no eran las óptimas, había sobrepoblación y las separaciones no funcionaban del todo bien.
En aquellos tiempos ni los límites ni los habitantes de la ciudad tenían nada que ver con los que tenemos en la actualidad, por lo que no era extraño que los juzgados estuvieran en un punto y las cárceles en otro.
Por eso en fechas de audiencias solían trasladar a los prisioneros a pie al Palacio de Justicia —que en ese entonces estaba en el Ex Convento de la Enseñanza, en la actual calle de Donceles— en una fila custodiada por policías para evitar fugas. El sitio había sido adecuado para que las viejas celdas de recogimiento fueran oficinas administrativas y los otros espacios se dividían en notarías, juzgados y las salas de audiencia, donde se reunían los jueces y demás profesionales de las leyes con el jurado conformado por civiles. Esta suma de personalidades aseguraba que se aplicara la justicia de forma constitucional y soberana.
Precisamente, una de las características de la Cárcel de Belem fue la constante noticia de fuga y de amotinamiento. La sobrepoblación y el hecho de que se trasladara a pie a los reos facilitaba que “se las ingeniaran” para evadir a los policías y salir huyendo, siendo una de las más comunes la de Jesús Arriaga “Chucho el roto”.
Claudia Canales narró dentro de su libro “El poeta, el marqués y el asesino: historia de un caso judicial” que el traslado de los prisioneros era todo un “espectáculo”:
“Aquella mañana de mayo un rumor desusado trastornaba la rutina de mozos y fregonas. Era el vocerío de la gente que desde temprana hora se agalopaba frente a la entrada de Cordobanes, en espera de que se abrieran las puertas del palacio para ocupar un buen lugar. Anunciada con la debida anticipación la fecha del juicio, la oleada de curiosos se deshacía por presenciar el gran espectáculo y ver con sus propios ojos a los asesinos de Manuel Bolado que ese día volvían a llenar los titulares de la prensa.
Cuando al fin se franqueó la entrada, antes de dar las nueve, el tumulto se precipitó por los pasillos entre gritos y empujones, irrumpió en el galerón y trepó por las gradas, expectante del arribo de algunos de los principales actores: el juez Joaquín Escoto, ya célebre por la instrucción de la causa y ahora investido con el carácter de presidente de los debates y guardián del orden [...] hizo traer a los reos escoltados por el mismo grupo de guardias que los había conducido desde la cárcel de Belén. Los acusados ocuparon los bancos en medio del más completo silencio, seguidos en cada uno de sus gestos por la mirada inquisitiva de la concurrencia. Por fin estaban allí, en carne y hueso, de cuerpo entero, torvos y oscuros como los había imaginado la fantasía colectiva en equivalencia perfecta de su delito: el presunto asesino y su supuesto cómplice Agustín Rosales y Ramón Hernández.”
Así lucía el Ex Convento de la Enseñanza Antigua en 1890, que durante muchos años fue el edificio del Palacio de la Justicia y los juzgados federales. Al correr del tiempo, las salas y juzgados de estos tribunales del Distrito Federal, permanecieron en los edificios de Donceles 100 y 104 hasta 1964, que fue inaugurado el Palacio de Justicia en la colonia de los Doctores. Colección Villasana-Torres.
Las repetitivas fugas y también debido a lo peligroso que resultaba hacer que los prisioneros caminaran por la ciudad, el gobierno decidió construir un edificio anexo a la Cárcel de Belem para que ahí mismo se impartieran sentencias y los internos no pudieran salir. Así, el 6 de mayo de 1900, Porfirio Díaz inauguró el Palacio de Justicia del Ramo Penal, obra del ingeniero Ignacio L. De la Barra.
La construcción del nuevo inmueble respondía a todas las demandas de impartición de justicia de la época, integrando todas las salas y juzgados en un mismo complejo. Era un edificio de tres niveles y un patio, al interior tenía salones de jurados, juzgados correccionales, Ministerio Público y juzgados del orden criminal.
Trece años después, en la época conocida como Decena Trágica, el edificio sufrió graves daños y muchos de los prisioneros resultaron heridos, otros se fugaron y otros fueron traslados a los juzgados que seguían en pie en la calle de Donceles, en el Ex Convento de la Enseñanza. Este hecho fue registrado por uno de los padres del fotoperidismo en el país, Manuel Ramos y a quien le debemos conocer ciertos cosas que sólo eran posibles de hacer en el México de principios del siglo pasado.
Fachada de la Cárcel de Belem en la calle General Gabriel Hernández a finales del siglo XIX. Colección Villasana-Torres.
Décadas después el complejo integrado por los tribunales y la cárcel de Belem fue demolido, el Palacio de Lecumberri ya estaba construido y los prisioneros fueron trasladados hacia allá. Estos últimos no estaban muy satisfechos con la aparición del “Palacio Negro” porque tenían medidas de seguridad más avanzadas, resultando casi imposible fugarse del sitio.
Antonio Padilla, historiador entrevistado por Abida Ventura, explica que la apertura de Lecumberri “representaba a la cárcel en su concepción moderna”, buscaba terminar con la precariedad que había distinguido a las instituciones penitenciarias de los siglos anteriores y poner en marcha el modelo de “readaptación social”, es decir, procurar que el prisionero tuviese la oportunidad de regenerarse e integrarse a la sociedad una vez terminada su condena.
Al mismo tiempo que se desarrollaba el sistema penitenciario, el país avanzaba en cuanto a la industria y la tecnología. La llegada del automotor hizo que los mecanismos de transporte civil, de salubridad y policiaco se transformaran, motivo por el cual se empezaron a utilizar camiones o camionetas para el traslado de prisioneros.
La ciudad volvió a expandirse y una vez más las cárceles que estaban en el centro fueron demolidas y trasladadas a la periferia, aunque el crecimiento de la población no ha dejado que estén lejos de la vida diaria, al menos en la capital. Parece que el esquema se replicará para siempre: enormes complejos sobrepoblados con historias cargadas de pesar y corrupción.
Una vez consumada la conquista de la Nueva España, la corona española decidió replicar las instituciones gubernamentales que ya funcionaban en su territorio para tener un mejor control y administración de sus tierras en el “nuevo mundo”. Dichas instituciones abarcaron desde la ideología, la moral, la religión, hasta las formas de gobierno.
La Acordada: como inicia el sistema penitenciario
El sistema de justicia fue una de ellas, ya que tanto en Europa como en América había personas que no actuaban de acuerdo con las leyes y por ende debían de ser sancionadas. Dentro del sistema estaban los juzgados y las penitenciarías, que con el paso del tiempo se fueron especializando en cuanto a su estructura, para quién estaban dirigidas y cómo sería su funcionamiento.
Como es lógico, el sistema de justicia fue evolucionando de acuerdo con los intereses y necesidades de su época, lo que conllevó a que algunas de sus dependencias marcaran el inicio o el fin de una era.
Hoy resulta sumamente difícil imaginar que lo que alguna vez fue considerado como “la capital” estaba limitado al Centro Histórico y las colonias que lo rodean. Siguiendo esa lógica, se estableció la distribución de zonas comerciales, hospitales o cárceles para que no interfirieran con la vida ordinaria de los habitantes de la ciudad.
Tal fue el caso de “La Acordada”, tribunal y prisión que se encontraba en la calle del Calvario, que hoy forma parte de la Avenida Juárez y su fachada estaba cerca de lo que conocemos como Balderas. Fue la dependencia más importante en cuanto a justicia y orden que tuvo la Corona Española en América, ya que no sólo tenía injerencia en la Nueva España sino en todas las tierras conquistadas.
Los encargados de este tribunal contaban con un poder desmedido ya que su nombramiento lo ejecutaba el rey y, por ende, cuando alguien se convertía en juez principal —aprovechando los miles de kilómetros de distancia entre España y la Nueva España— tenía todas las facilidades para que el cargo lo beneficiara de manera personal.
Rápidamente, el tribunal empezó a reflejar ciertas tendencias de corrupción no sólo en la administración del sitio, sino también en el trato que tenían hacia los internos. Aún con ello, las diversas cabecillas que lo lideraron a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX lograron establecer una dependencia que fuese funcional y diera resultados para la Corona.
De esta cárcel se sabe que operaban casi sin presupuesto, lo que facilitaba la generación de redes ilegales de entrada de dinero, además de que contaba con diferentes servicios para sus prisioneros, como el poder pagar celdas “de lujo”, o ser parte de una jerarquía interna de trabajo donde ciertos reos eran vigilantes y cabecillas de un sector, otros fungían como golpeadores o extorsionaban a sus compañeros según fuese necesario.
Litografía del siglo XIX donde aparece el edificio de “La Acordada”. Al fondo se encontraba la fuente de la Victoria, sitio donde tiempo después se colocó la figura de “El Caballito”, en la glorieta donde comenzaba el Paseo de Bucareli. Imagen: “La Ciudad de los Palacios: crónicas de un patrimonio perdido”.
Las historias que rodean a La Acordada son lúgubres y, tristemente, pareciera que dejaron una huella genética en el desarrollo de nuestro sistema penitenciario. Cesaron operaciones en el territorio hasta 1812, cuando se ordenó su desaparición en la Constitución de Cádiz y muchos de los prisioneros fueron trasladados a la Cárcel de Belem, otra institución que se destacó por su precariedad.
Fotografía de La Acordada en 1870 dentro del libro “La Ciudad de los Palacios: crónicas de un patrimonio perdido” de Guillermo Tovar de Teresa.
Hoy, la historia de los traslados es abismalmente diferente a los que solía ser a principios del siglo XX. Todos están perfectamente organizados y las camionetas —o camiones— que sirven para tales fines tienen protecciones antibalas, sólo se pueden abrir por personal autorizado, los internos viajan esposados, además de que en el tránsito, las camionetas suelen ir acompañadas por patrullas o motocicletas de la policía, según sea la peligrosidad del reo.
La actualidad
Una patrulla, una camioneta y una "julia" de la policía capitalina estacionadas frente a la Plaza Agustín Jáuregui, en Mixcoac, a finales de los años sesenta. En el fondo se aprecia la fachada del antiguo obraje, ahora ocupado por la Universidad Panamericana. Imagen: Archivo Fotográfico El Universal.
El traslado se convirtió en uno de los derechos que tienen los internos del sistema penitenciario mexicano. Se puede solicitar siempre y cuando el prisionero cumpla con lo estipulado en las leyes penales y según su caso, usualmente es para que el prisionero esté en los centros de readaptación social más cercanos a donde vive su familia o porque ha sufrido amenazas de gravedad. En caso de que se le traslade sin justificación, el prisionero puede ampararse y exigir una explicación.
Este año han sido varios los traslados y detenciones que se ganaron los titulares y atención de los medios de comunicación a nivel nacional. Los delincuentes -en los últimos días miembros de nuestra clase política- han llegado al país en avión o helicóptero, custodiados por integrantes del ejército o la policía federal en espera de recibir sentencia.
Cuando los delincuentes son así de importantes, no por lo que son, sino por la forma tan burda y cínica con la que abusan de las leyes, su traslado sigue siendo un espectáculo tal y como lo era cuando llevaban a los prisioneros de la Cárcel de Belem al Ex Convento de la Enseñanza.
Fotografía antigua:
Manuel Ramos-Southern Methodist University, Colección Villasana - Torres, Archivo Fotográfico EL UNIVERSAL.
Foto principal:
Traslado de prisioneros durante la Decena Trágica en las calles del Centro Histórico de la ciudad. Crédito: Manuel Ramos, Southern Methodist University.
Fuentes:
Libro “La ciudad de los palacios: crónica de un patrimonio perdido” de Guillermo Tovar de Teresa. “Especial del 50 aniversario del Palacio de Justicia del Distrito Federal 1964-2014”, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. “Ensayo sobre la Revolución y las cárceles en México. Las cárceles, las dictaduras, el impacto del movimiento armado y las leyes, para abrir paso a un nuevo país”, Dra. Emma Mendoza Bremauntz, UNAM. “Derechos de los internos del sistema penitenciario mexicano” de Mercedes Peláez Ferrusca, Cámara de Diputados LVIII Legislatura, UNAM. Artículo “Cárceles en México. Historia negra de 5 siglos” de Abida Ventura, EL UNIVERSAL.