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Texto: Nayeli Reyes
Fotografías: Archivo El Universal
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Miguel Ángel Garnica
Mi abuelo conoce bien la luna, siembra la tierra con sus indicaciones. Hace tiempo me preguntó si de verdad creía que los hombres habían llegado hasta ella. Con la misma incredulidad, hace 48 años, los capitalinos recibieron en la Ciudad de México a Neil A. Armstrong, Edwin E. Aldrin Jr. y Michael Collins, las primeras personas en pisar este satélite natural.
Cuando estos hombres llegaron al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México su presencia conmocionó a los mexicanos; acudieron cientos de personas que los observaron como si se hubieran convertido en extraterrestres por su estancia en el espacio.
Llegaron a la luna el 20 de julio de 1969 y a México el 29 de septiembre del mismo año, éste fue el primer país, después de Estados Unidos, que visitaron los astronautas después de su viaje espacial.
Los primeros hombres en llegar a la luna arribaron a México en el avión presidencial estadounidense, en compañía de sus esposas.
En el texto publicado en la edición de EL UNIVERSAL del 30 de septiembre de aquel 1969 se dice que en la plataforma central de la terminal aérea se colocó una tribuna, donde se exhibieron a los “conquistadores de la luna”, como se les llamaba en ese entonces. La audiencia pudo saludarlos de mano y no faltó una señora que rompió la valla para besarlos, pese a que sus esposas estaban presentes.
Mujeres vestidas con los colores de la bandera mexicana les entregaron ramos de flores, luego, ellos subieron a un Lincoln negro, automóvil que el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz puso a su disposición. Partieron rumbo al Centro Histórico y la histeria tomó forma de embotellamiento vehicular, el camino se volvió casi tan difícil como el propio viaje espacial.
En el aeropuerto convivieron con las personas que fueron a recibirlos. Armstrong y Aldrin iban vestidos de café y Collins de azul cielo.
Avanzaron escoltados por motociclistas de tránsito, carros de funcionarios y miembros de la embajada estadounidense, bajo una lluvia de papelitos coloridos. Los capitalinos los saludaron desde las calles de Boulevard Puerto Aéreo y en Miguel Alemán- Calzada de Tlalpan la gente se asomaba desde las ventanas para agitar sus manos.
“Viva México”, “Viva la Apolo”, gritaba la multitud. Cuando llegaron a la avenida 20 de noviembre al automóvil convertible le fue retirada la capota y la situación se descontroló: las personas traspasaron las bardas y a los agentes de seguridad, cercaron a los viajeros espaciales y su transporte apenas podía avanzar a vuelta de rueda.
Todos querían tocarlos, abrazarlos, conseguir un autógrafo o, si no era posible, al menos verlos de cerca, la gente se colgó de los postes de alumbrado y del teléfono, se lanzó frente a las escoltas motorizadas para aventar flores a los astronautas. Hubo un hombre que pudo acercarse a Armstrong para darle un sombrero de charro, pero no le soltaba la mano, por lo que el viajero lunar cambió su rostro y se mostró asustado.
Los astronautas recibieron incontables regalos a lo largo de su trayecto por el Centro Histórico.
El texto narra que en el camino, Collins observaba al cielo, hacia el límite de los edificios más altos, quizá para averiguar si los interminables papeles de colores que caían venían de ahí o del espacio, pues eran tantos que oscurecían al sol.
Luego, el ambiente festivo empezó a oler a aceite quemado: los motores de los autos comenzaron a calentarse. Cuando pasaron por Insurgentes y Tepito los comerciantes les dieron regalos, también los danzantes y mujeres con trajes regionales, los hombres espaciales respondían “gracias”, en claro español agringado.
Publicaciones de El Universal.
Después de tres minutos de esfuerzo los tres y sus esposas lograron alunizar del automóvil y entraron al entonces Departamento del Distrito para asistir a una ceremonia, donde el regente Alfonso Corona del Rosal les dio las llaves de la ciudad, una medalla de oro y un pergamino en el que se les declaraba huéspedes de honor.
Asimismo, el regente les obsequió un clip de oro y “ejemplares empastados en piel del Calendario de la Ciudad de México y de la monografía de la Ciudad de México de Ubaldo Vargas Martínez”; a sus esposas también les dio presentes: una jarra de plata con incrustaciones de oro para la señora Armstrong y un centro de mesa a las señoras Aldrin y Collins.
Los agentes de seguridad viajaron corriendo en algunos tramos del recorrido, atrás y delante de las cuadras, colgados de las salpicaderas del carro, para abrir espacio y lograr que los astronautas descendieran del vehículo empujaron gente y hasta metieron los puños.
En aquella época, el hecho de que hubiera personas que hubieran llegado tan lejos era casi milagroso, la sorpresa es expresada por las palabras que el regente Alfonso Corona les dedicó: “La imponderable proeza de ustedes –héroes del espacio– mezcla la poesía con la ciencia; porque algo hay de Leonardo da Vince, Julio Verne y Heriberto Jorge Wells unido a lo mucho de otros destacados científicos, fue un hecho donde están presentes la fantasía y el cálculo, la imaginación y una realidad comprobable y cierta”.
La nave, el Apollo XI, se equiparaba a una catedral en miniatura. Con este suceso se pensaba que el ser humano había roto uno de sus más importantes límites y lo situaba en otra dimensión, cercana a los misterios del universo, “dueño ya del átomo y dueño también de las estrellas”, afirmaba Corona.
Díaz Ordaz ofreció un almuerzo en Los Pinos a los astronautas y sus esposas, a quienes les preguntó: “¿qué es más duro: esto o estar en la cápsula?”. Durante la comida se cantaron las mañanitas a Collins con mariachis.
No era la primera vez que Armstrong, México y la luna se encontraban: hacía 15 años había estado en el país en su “luna de miel”. Después de dos minutos de aplausos, relató lo que vio desde el espacio: “veíamos a mil millas de distancia a su país, como una bella combinación de colores”.
Luego, el primer hombre en pisar la luna dijo unas palabras que posiblemente hoy no hubieran gustado a Donald Trump, el actual presidente de Estados Unidos: “Asimismo tampoco podíamos apreciar las fronteras: los continentes se unían tal como la gente debe unirse en propósitos comunes”.
Fuera del Departamento del Distrito los ánimos habían caído, pero en cuanto terminó la ceremonia, los astronautas cambiaron de vehículo y viajaron con la capota puesta, pero uno de ellos bajó la ventana y continuó saludando, hasta llegar a la Columna de la Independencia, donde pusieron una ofrenda floral: “NASA. Apolo XI. Astronautas”. Entre inevitables zarandeos, empujones, música, danzantes, saludos, peticiones de autógrafos y fotos, Collins perdió la medalla de oro que acababa de recibir, se le prometió otra.
Collins, quien aparece en la foto, recibe una medalla de oro del regente del Distrito Federal, más tarde la perdería entre el bullicio.
Durante su visita los astronautas respondieron dudas, alguien preguntó si les había preocupado la reacción que pudieran tener sus organismos en el espacio, a lo que Armstrong contestó que su ritmo cardiaco aumentó, pero que los trajes funcionaron adecuadamente frente a las temperaturas extremas, además, para su sorpresa, trabajar a un sexto de la gravedad terrestre fue muy agradable.
También explicaron que en el espacio tuvieron a su disposición 45 paquetes de café preparado especialmente para sus paladares, Armstrong lo bebía con crema y azúcar, a pesar de estar tibio, les gustaba; en aquél entonces se mencionaba la posibilidad matemática de que el café que bebieron fuera mexicano, debido a la exportación de grano a Estados Unidos.
En tanto, Michael Collins reveló una grave falla en el vuelo espacial y dijo que se esforzaría en resolverlo: en la misión del Apolo XI no había huevos rancheros.
En el cine se podía ver la cinta del momento en el que los estadounidenses llegaron a la luna y el tema de aquel viaje llegó hasta la publicidad, pues todo lo referente al espacio indicaba innovación y calidad.
Fuentes:
Javier Martínez y Ariel Ramos, reporteros de El Universal.