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Texto: Gamaliel Valderrama
Fotos actual:
Nayeli Reyes
Diseño Web:
Miguel Ángel Garnica
“Y las ‘colas’ se hicieron largas, largas. Miles de personas que permanecieron desde muy temprano alineadas en interminables filas en este centro de diversión, en espera de un boleto de entrada, era mediodía y no encontraban lugar”, así describía una crónica publicada en este diario, la concurrida entrada al parque acuático “Aguas Salvajes”, ubicado en la tercera sección del bosque de Chapultepec.
Era la Semana Santa de 1984, y algunos capitalinos que no pudieron salir de la ciudad, buscaron el sol, arena y mar en Chapultepec, aunque “muchos tuvieron que desistir luego de permanecer horas formados. Y no había modo, aquí la reventa no opera. O se llega hasta la taquilla en riguroso orden o mejor se opta por la deserción”, continuaba el reportaje.
Gráfica de 1984 donde se observa la abarrotada entrada del parque acuático Aguas Salvajes, ubicada en la tercera sección del Bosque de Chapultepec. Se tornaba larga la espera. Lo mejor fue tender el mantel en el prado y entrarle a los “sandwiches”. El disgusto es menos con el estómago lleno.
Sin embargo, “para muchos, la espera tuvo el premio. La emoción de sentir el remedo del oleaje de un mar embravecido les compensó las molestias”. Aguas Salvajes, La Ola o El Rollo, todos nombres del mismo parque acuático. El balneario chilango abrió en los años ochenta del siglo pasado con el nombre de Aguas Salvajes y cerró sus puertas en 2007 bajo el nombre de El Rollo.
El oasis capitalino prometía que sus amenidades te harían “olvidar Acapulco”, contaba con una inmensa alberca de olas, acuatubos, un tobogán, área infantil, cancha de futbol rápido, vestidores, restaurante, tienda de recuerdos y regaderas. Tenía capacidad para siete mil personas.
¿Cómo que no hay revendedores? Incrédulos muchos capitalinos tuvieron que regresar o buscar otros sitios donde pasar el Sábado de Gloria, porque en las Aguas Salvajes no pudieron entrar.
Según un texto de EL UNIVERSAL, editado en 1984, relataba que “la mayoría no han tenido la oportunidad de conocer el mar. Así que no repararon en que la arena no es precisamente la habitual de las playas de nuestros litorales, y no les importó que fuera material recabado en las minas de arena de Chamapa”.
El parque acuático fue una opción para los capitalinos que no salieron de la ciudad en vacaciones.
En aquellos años, la entrada a Aguas Salvajes costaba 600 pesos por adulto y 500 por niño menor de 10 años. Según el reglamento del parque, se prohibía el ingreso de alimentos, bebidas alcohólicas, refrescos “y los vigilantes observaban que las maletas sólo llevaran las toallas, trajes de baño, cosméticos, jabones y todo lo referente al aseo”.
Aunque ni la estricta vigilancia llegaba a impedir el contrabando: “Hubo miembros de una familia entera que recibió su boleto de entrada, esperó que se introdujeran sus padres, hermanos, primos y compadres y luego de un rato, por una de las cercas les pasó la maleta con las tortas, el pomo y los refrescos”.
Los toboganes fueron utilizados no sólo por los niños, sino también por adultos.
Según la nota, “cada 15 minutos la emoción embargaba a los atrevidos que expectantes recibían la sesión de masaje y bravas olas, producidas por el mecanismo hidráulico del negocio. Hubo peligro de que algunos novatos se ahogaran, especialmente los que por primera ocasión asistían y no sabían que en esa alberca ‘se hacen olas’. Pudimos observar que algunos no digieren el cloro en demasía y lo devolvieron al lugar de donde lo sorbieron”.
Para 1988, el precio de la entrada se cotizaba en 9 mil pesos para mayores de 12 años y 7 mil 500 para los menores. Al interior de Aguas Salvajes, se podían alquilar colchones para tomar el sol, por los cuales se pedían mil pesos por hora, además de 10 mil de depósito.
Para olvidar Acapulco, Aguas Salvajes ofrecía a sus visitantes diversas atracciones, entre ellas un tobogán que siempre está abarrotado.
“Y aunque Aguas Salvajes podría recibir a más gente y a más bajo precio, la escasa afluencia de visitantes le ha obligado a mantener cerrado el lugar todo el año, a excepción de las dos semanas de la temporada de Pascua, y una anterior, por incosteabilidad, según informa la contadora Jali Rivera, le impiden hoy reducir sus tarifas. De esta manera, las instalaciones del centro de diversiones permanecerán subempleadas y abandonadas la mayor parte del año por incosteabilidad”, explicaba otra nota de esta casa editorial publicada en 1988.
Un año después, en 1989, el costo de la entrada se cotizaba en los 10 mil pesos. En otra nota de El Gran Diario de México en marzo de ese mismo año, se narraba la historia de la familia Muñoz en el último día de vacaciones de Semana Santa. Los Muñoz se encontraban formados “en una kilométrica fila para entrar al parque recreativo Aguas Salvajes. No hubo dinero para ir esta vez a Acapulco. El señor Fernando pagó 70 mil pesos por la entrada de todos, ‘bueno sí es un poco caro, pero con esa cantidad no voy ni a Oaxtepec. Además es lo único que voy a pagar en todo el día’, –explicaba el jefe de familia–”.
Al interior de Aguas Salvajes, se podían alquilar colchones para tomar el sol, por los cuales se pedían mil pesos por hora, además de 10 mil de depósito, en 1988.
“La señora Clara, esposa de Fernando Muñoz, se levantó temprano para preparar cuatro tortas para cada quien, un molde grande de zanahorias con pepinos, tres jarras, de dos litros cada una, de agua de limón; compró papas, churritos y unas cervezas para su esposo”.
“Ellos no fueron los únicos, al contrario, parecía que todos los capitalinos que se habían quedado tenían las mismas intensiones. Inmediatamente después de entrar, había que correr para ganar un buen lugar, donde hubiera sol y que quedara cerca de la entrada al tobogán”.
Además de su alberca con olas, otra atracción del balneario eran sus acuatubos.
De inmediato, los Muñoz se decidieron a subir al tobogán, luego a la alberca de olas, “es increíble pero al cerrar los ojos uno puede jurar que está en el mar. Esto es maravilloso, por 10 mil pesos fui a Acapulco”, comentaba el jefe del clan.
“Pasaron toda la tarde ahí, haciendo filas kilométricas para poder volver a echarse del tobogán, donde parecía que todos perdían la respiración durante el recorrido antes de caer al agua. Tal vez la diferencia entre Acapulco y la ciudad de México, es que cada vez que se tenía que hacer fila, daban ganas de ir a vestirse y comprar un atole de chocolate bien caliente porque el aire estaba helado”, no obstante, el tobogán fue uno de los juegos más concurridos.
Comparativa del tobogán, en la época de Aguas Salvajes que contrasta con una gráfica actual del mismo lugar. Tal vez la diferencia entre Acapulco y la ciudad de México, es que cada vez que se tenía que hacer fila, daban ganas de ir a vestirse y comprar un atole de chocolate bien caliente porque el aire estaba helado, se apuntaba en las crónicas.
Aguas Salvajes conservó dicho nombre hasta los años noventa, cuando cambió por La Ola, para aquella época el parque acuático funcionaba sábados, domingos y días festivos, con un horario de 10 a 17 horas, además contaba con restaurante, cafetería y zonas donde la población puede realizar un día de campo. La entrada al balneario de la tercera sección tenía un costo de 40 pesos el boleto para adulto y 20 pesos el de niño.
A finales de la década de 1990, el parque cambió nuevamente de nombre para ahora llamarse El Rollo, en algunos anuncios se decía que el balneario tenía espacio para 500 automóviles y 50 autobuses, además su alberca de olas y una poza para dos toboganes y una zona de chapoteaderos, con agua potable bajo una temperatura de 28 grados centígrados, tenía un cupo para 5 mil personas.
El parque acuático tuvo distintos nombres a los largo de su existencia, primero se llamó Aguas Salvajes, en la década de los ochentas, después tomó el nombre de La Ola en los noventa, a finales de esa década se llamó El Rollo.
En 2001, el boleto completo para adultos y niños que medían más de 1.21 metros, se cotizaba en 85 pesos, mientras niños de 91 centímetros a 1.20 metros de estatura pagaban 50 pesos, y los chicos de menos de 90 centímetros no pagaban entrada.
En el año 2000, El Rollo ofrecía “agua potable bajo una temperatura de 28°C para una alberca de olas, una poza para dos toboganes y una zona de chapoteaderos para un cupo de 5 mil personas”.
Para trabajar en El Rollo, según un anuncio de 2002, necesitabas tener entre 16 y 29 años. “En el verano se trabaja todos los días en un turno único de 9 a 18 horas. Se tiene un día de descanso a la semana, que no puede ser sábado o domingo. Los puestos de trabajo disponibles son en el área de taquillas, operador de toboganes, alimentos y bebidas, souvenirs y restaurante. El sueldo es de mil 700 pesos mensuales”.
Para los más pequeños, el parque ofrecía un área especial, la cual contaba con sus chapoteaderos y toboganes.
El mar artificial de la tercera sección del bosque de Chapultepec cerró definitivamente sus puertas en 2007, con la promesa de regresar remodelado. Sin embargo, el parque fue abandonado. Años después el gobierno capitalino emprendió de rescate para dicha zona del bosque, fue hasta 2017 que dicho plan maestro fue presentado.
El paso del tiempo sin mantenimiento y el vandalismo, dieron al mar artificial chilango un aspecto de balneario fantasma.
Ante ello, los vecinos de Lomas Virreyes promovieron un amparo en contra del proyecto de rescate de la zona que ocupaba Atlantis y el parque acuático El Rollo, pues según éstos, se pretendía privatizar el espacio público permitiendo más construcciones en regiones protegidas del bosque de Chapultepec. Dicho conflicto no se ha resuelto, mientras los vestigios del parque acuático siguen esperando su resurgimiento o destrucción.
En 2001, El Rollo ofrecía papas fritas en 9 pesos; sopas instantáneas: 12 pesos; hogdog: 12 pesos; hamburguesa: 16 pesos; refrescos lata: 9 pesos, entre otros.
Fotos:
Archivo EL UNIVERSAL. Colección Villasana-Torres.
Fuentes:
Hemeroteca EL UNIVERSAL.