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Texto: Anahí Gómez Zúñiga
Fotografías actuales: Juan Carlos Reyes
Diseño web: Miguel Ángel Garnica
Echeverría gobernaba, los brazaletes y pantalones de manta eran la moda y cerca de Valle de Bravo los chavos se amontonaban en Avándaro, algunos se tiraban boca abajo sobre el pasto, compartían su torta con quien tuviera hambre y otros más preferían meditar o fumar marihuana. Todos eran jóvenes de entre 15 y 20 años, ansiosos por gritar y sentir hasta los extremos más convulsos, querían probar eso a lo que todos nombraban con la utopía en la lengua: la libertad.
Justino Compeán, expresidente de la Federación Mexicana de Fútbol, tenía entonces 30 años y fue uno de los principales organizadores de este festival, hoy luego de 46 años ha decidido hablar en exclusiva con EL UNIVERSAL sobre lo sucedido ese día. Dice que “le pasaba” el rock y observaba atónito a toda “la banda” que llegaba.
Justino Compeán fue uno de los principales organizadores del Festival de Rock y Ruedas en Avándaro. Después de casi 46 años habla sobre las verdaderas razones que lo llevaron a formar parte de este evento.
En 1971 Compeán acababa de terminar la licenciatura en administración de empresas en la Universidad Iberoamericana (IBERO), le gustaba la velocidad y se iba con su amigo Eduardo López Negrete, alias “El Negro”, a las carreras automovilísticas; Justino era copiloto, se agarraba del asiento y cerraba los ojos con fuerza cuando el coche arrancaba rugiendo con el acelerador hasta el fondo. Los autos le gustaba, pero lo suyo eran los negocios; ya entonces manejaba la publicidad de marcas importantes como Bimbo, Colgate, Coca-Cola y otras más.
Un día “El Negro” lo buscó para que le ayudara con la reorganización del tradicional circuito de Avándaro, una prueba de rapidez en un espacio de 3 mil 300 metros, en la que años antes, en 1969, el piloto mexicano Moisés Solana Arciniega, había muerto de manera trágica:
—¿Cómo ves, mano, me ayudas a conseguir patrocinadores para lo de Avándaro?
La pregunta tardó poco es ser respondida y Justino accedió. El año anterior, en 1970, habían ido juntos a ver la misma competencia, pero ahora serían los cabecillas y eso les emocionaba. Compeán pensaba que era necesario un toque picante para que aquello fuera una “pachanga espectacular”:
—Oye…. ¿Y si una noche antes, en vez de pasárnosla en el frío, organizamos un concierto de rock?
—Si tú te encargas del rock, yo me encargo de los motores.
El trato se cerró, cada cual puso manos a la obra. Su meta era crear un modelo económico repetible, que les dejara ganancias y fuese innovador. Sin pensarlo Justino contactó a Radio Juventud, habló con Don Julio Velarde, que era el director de ventas, y le propuso trasmitir el concierto de Avándaro en vivo. Velarde aceptó a cambio de la posesión de los derechos de autor. La idea se iba materializando, pero faltaba lo más importante: las bandas de rock.
A Justino lo conocían en el mundo de la publicidad pero no en el subsuelo roquero. Las bandas le decían “nel”, porque para empezar, no sabían ni dónde quedaba eso de Avándaro. Compeán se desveló varias noches seguidas; iba a Los Infiernos, que era un club famoso para escuchar el mejor rock en la ciudad de México, y esperaba a que los grupos terminaran su presentación para convencerlos de que se unieran al “avandarazo”, pero nada, siempre la respuesta era un irreparable no.
Justino tenía varios contactos en Televisa, entre ellos Víctor Hugo O´Farril, el dueño de Canal 4, quien aceptó rentar su espacio televisivo desde las 10 de la mañana hasta las 3 de la tarde del domingo 12 de septiembre; la idea era trasmitir las carreras de autos en vivo y lo mejor del festival. En el grupo de O´Farril trabajaba Víctor Rojas, Luis de Llano y Carlos Alazraki, quienes se unirían al equipo para realizar la edición y producción de los momentos más destacados del concierto. La tropa crecía, pero el vacío musical seguía sin ser llenado.
Fue Luis de llano el que tuvo la idea de llamar a Armando Molina, un roquero de mata larga que se dedicaba a la representación musical y escribía los libretos de La Onda de Woodstock, programa de telesistemas mexicanos conducido por Jacobo Zabludovsky. Con un presupuesto de 40 mil pesos, la misión de Armando sería conseguir a dos de las presencias con más peso en la escena juvenil: La agrupación tapatía de La Revolución de Emiliano Zapata y Javier Bátiz, uno de los precursores del rock nacional. Molina fue directamente con Bátiz, pero este “se puso sus moños” y se negaba a presentarse si no le entregaban todos los fondos. Con La Revolución de Emiliano Zapata la suerte no fue distinta, ya tenían comprometida la fecha para un show en el Bajío y les resultó imposible cancelar.
Armando Molina se encargó de buscar a las bandas que tocarían en el Festival de Rock y Ruedas.
Molina asistió decepcionado a la siguiente junta de producción, en lugar de las bandas contempladas originalmente propuso a Peace and Love y El ritual, que eran grandes exponentes de la música arriesgada. “La cosa es que después me empezaron a llamar un montón de grupos; ¡ya todos querían participar!”, Armando cuenta que el rumor del evento se propagó tan rápido, que muy pronto fueron ocho las agrupaciones que deseaban formar parte del elenco, entre las que se encontraban: Epílogo, Bandido, Tequila, Tinta blanca, Yaquis y los Dug Dug´s. Él no podía decir “agua va” y meterlos a todos, primero debía pregúntale a los demás:
—¿Qué les parece si mejor llevamos ocho bandas a la tocada?
Al principio todos lo tomaron de a loco, “este cuate ahora sí se alucinó”. Luis de Llano se mantenía pensativo, de pronto, en una especie de arrebato, dijo: “Con todas esas bandas podemos armar un festival el día antes de las carreras que se llame: ¡Festival de Rock y ruedas de Avándaro!”. La idea les gustó a todos, ahora tenían un modelo económico explosivo.
El festival de Rock y Ruedas se llevaría a cabo también en Guadalajara y en Valsequillo, Puebla. Las trasmisiones serían a nivel nacional, habría costos, pero las ganancias se adivinaban muy superiores. El Woodstock en tierra Azteca germinaba.
“Siempre han existido muchos mitos al respecto, que si una noche mexicana, que no pedimos permisos, pero todo es mentira”, Justino se ve molesto al recordar todas las falsedades que se dijeron, con el cabello blanco y una camisa color durazno, se sienta con las emociones encendidas; asegura que sí obtuvieron los permisos necesarios por parte del municipio de Valle Bravo. Inclusive los colonos de Avándaro les dieron “chance”. El suceso fue concibiéndose casi de improviso, sin dolo, con el ardor de un grupo de jóvenes ansioso por rocanrol, baile y fiesta.
Los de Three Souls In my mind también llamaron a Armando para que los dejara tocar, “pero con ellos estaba Alex Lora y cantaba re feo”, ríe Armando Molina. Finalmente aceptó y el cartel se cerró con Dug Dug´s, El epílogo, La división del norte, Los tequila, Peace & Love, El ritual, Los Yaqui con Mayita, Bandido, Tinta Blanca, El amor, Love army y Three Souls. Las condiciones para las bandas eran dos: tocar música original y todos ganarían tres mil pesos, ni más ni menos. Nada de estrellismo, ese día los artistas serían tratados sin distinción de rango, “el chiste era roquear duro y tupido”.
Este fue el cartel oficial del festival, en él se observa a un joven que se lanza al camino con una guitarra en la espalda, el objetivo era hablarle a la parte bohemia de las juventudes en 1971.
Los boletos del evento costaban $25 pesos, con ellos tenían acceso al rock del sábado 11 y las ruedas del domingo 12 de septiembre. Justino no recuerda el número exacto de entradas, pero tiene la certeza de que se agotaron en muy poco tiempo. Radio Juventud anunciaba por lo grande al evento: “Un festival de la Onda y buena vibra”. En las calles se escuchaba: “Hay que lanzarnos al Avandarazo”, “Se va a poner bien macizo”, “Aunque no me den permiso mis jefes yo me escapo”.
El rock se daba como un estallido de pasiones que asustaba a la “momiza”, como se le llamaba a la gente de edad madura. Con movimientos sensuales, acordes indómitos, minifaldas y greña larga, los roqueros se manifestaban desde la paz y el amor. Experimentaban con marihuana, alucinógenos y otras drogas. La ciudad de noche era su espacio y provocaron un bombazo de libertad sexual. Todo esto era inconcebible para la mayoría de la sociedad mexicana, se les señalaba como “parásitos”, “mugrosos” y “drogadictos”.
El chicano es el oriundo de México que habita en Estados Unidos y es a finales de 1970 cuando nace “La Onda Chicana”, un movimiento de grupos de rock nacional que no utilizaban el español en la composición de las letras. Cantaban en inglés y sus rolas eran la proyección de lo que se escuchaba en Estados Unidos. Los ritmos eran psicodélicos, completamente distantes al rock de César Costa o Enrique Guzmán. Se trataba de una rebelión sonora, de un tipo de músicos sin cadenas, que fluían con los acordes e invitaban a los movimientos excitados y temblorosos. En Avándaro todas las bandas que participaron pertenecían a la Onda Chicana.
La entrada personal al festival de Avándaro costaba 25 pesos y daba acceso a los eventos planeados para el 11 y 12 de septiembre.
Es entonces cuando se genera el movimiento contracultural de los Jipitecas (hippies aztecas-toltecas), término acuñado por el antropólogo Enrique Marroquín. Se trataba de jóvenes que buscaban seguir el liberal movimiento hippie que simultáneamente se sucedía en EE.UU. Los Jipitecas se posicionaban en el misticismo de lo indigenista, de ahí que su ajuar fuese complementado por huaraches, sarapes, huipiles y rebozos. Lo jipiteca reinó en el festival de Rock y Ruedas en un aspecto total, Víctor Manuel Alatorre cuenta que “ese día éramos hermanos, yo no vi una sola bronca ni nada. Todos andaban hasta las nalgas, pero de pleitos ni uno”.
Víctor era un chavo de onda, trabajó para la revista Conecte, una publicación icónica en la historia del rock mexicano, a él le tocó ser prensa del festival, caminaba entre la gente y le daban de todo, “me metieron tanta droga que no supe ni qué era, anduve dos días despierto y sin comer”. Víctor llevaba casa de campaña, pero en la euforia del momento no se acordó ni de recostar la cabeza en la almohada. A sus 68 años, con su bastón bien sostenido, la piel amarillenta debido a la hepatitis y una perforación en su oído derecho, se sienta en un banquito del tianguis cultural el Chopo y sin titubear, sostiene que Avándaro fue una de las mejores experiencias en su vida.
Justino Compeán llegó desde el jueves, les dio aventón a varios. Él esperaba a unas 70 mil personas, pero la suposición se hizo pedazos, “llegaban en camiones de toda la República, la mayoría no tenía boleto y como era campo abierto empezaron a entrar sin pagar”. Las cifras son inexactas, algunos calculan alrededor de 100 mil, otros dicen que fueron 300 mil los asistentes al festival. Lo cierto es que nunca se esperó que tanta gente pudiera reunirse alrededor de la magia musical, porque “las carreras a nadie le importaban”.
“Cruzó Toluca una multitud de hippies y jóvenes estudiantes”, se leyó en un encabezado de EL UNIVERSAL, publicado el 11 de septiembre, a lo largo de la crónica escrita por Vicente Castellanos se relata: “Singular espectáculo se ha registrado en la carretera que va hacia Valle de Bravo al tratar de llegar al festival de pop Rock y Ruedas, miles y miles de personas, hippies en su mayor parte y jóvenes estudiantes. Se calcula que se han instalado en torno de la laguna unas cien mil personas, muchos ´hippies´ melenudos, sucios, etc…".
“Greña, harapos, tedio, interés y quién sabe qué ácidos y verdes viajes, hermanaron a miles de jóvenes”, se lee en la nota publicada el 11 de septiembre por EL UNIVERSAL.
El sábado ya había mucha gente, se hacían bolas alrededor de fogatas y en el suelo. Ninguno de los organizadores contaba con la llegada de tanta chaviza, para controlar la situación les gritaban:
—A ver, ¿quiénes son los meros buenos para los golpes?
—¡Es fulano!, ¡Es mengano!
Elegían de entre el público a los más bravos y les daban una banda roja con símbolos de amor y paz, para que se encargaran de la seguridad durante el evento. El escenario fue austero, era tubular y de tablitas. La mudanza que usaron también fue la cabina desde la que trasmitía Radio Juventud. Fue justamente encima de ese tráiler-mudanza, mientras tocaba División del norte, donde una joven empezó a bailar, traía una camisa de hombre blanca y se zangoloteaba sin tapujos, poco a poco se desprendió de toda su ropa, exceptuando los calzones. “Se empezó a encuerar y todos se aceleraron, entonces a mi papá se le ocurrió pasarla al escenario a que bailara un rato, ya luego la bajamos y le dijimos que se alivianara porque los ponía locos”, Armado Molina rememora con gracia el acontecimiento que dio vida a la Encuerada de Avándaro o Avandarito.
En su artículo Encuerados, publicado en Viaje al centro de mi tierra de Guillermo Sheridan, el autor escribe sobre la diferencia entre el encuerado y el desnudo. Andar encuerado incluye a otro que mira los cueros, mientras que el desnudo está solo, porque “las personas solamente están desnudas cuando las viste el deseo de otra, diría el poeta”. De esta forma Avandarito representa a la única encuerada real, libre y espontánea en México; soltó sus ropas sin recompensa. Nomás porque sí.
Como evidencia de que Avandarito no fue la única que se desprendió de sus ropas, un joven encuerado sonríe rodeado por los demás asistentes al festival.
Federico Rubli, en su libro Estremécete y rueda, asegura que la encuerada de Avándaro realmente se llamó Laura Patricia Rodríguez González Alcocer, en ese entonces de 18 años, originaria de Guadalajara. Verdad o mito, se volvió mujer del pueblo, si bien nadie sabía su nombre, todos conocían su rostro y anatomía. El propio Alex Lora le escribiría una canción: “Tengo una nena a todo dar, le gusta mucho rocanrolear (…) ella me confesó que ella es la encuerada de Avándaro”.
Víctor Manual Alatorre también anduvo encuerado, revolcándose en el lodo “con otros cuates que andaban igual”. Querían sentir la parte natural del ser, es claro que para esos menesteres la ropa sale sobrando.
La matanza del dos de octubre era arrastrada por los jóvenes de aquella época, más aún, porque tan solo tres meses antes de Avándaro había ocurrido La Masacre del Jueves de Corpus Christi o el Halconazo: el 10 de junio de 1971, cuando se desencadenó una manifestación de jóvenes en la zona de San Cosme y La Normal, en la capital, en apoyo a los estudiantes de Monterrey, esta fue violentamente reprimida por un grupo paramilitar al servicio del estado llamado "Los Halcones". Luis Echeverría Álvarez se desligó de los hechos y nadie se responsabilizó por lo sucedido.
“Fui representante del comité nacional de huelga en la Prepa Popular, me inmiscuí en el movimiento del 68 y estuve desaparecido 30 días en los separos de la policía. Después del 68 vino lo del Halconazo, donde perdí a muchos amigos”, lamenta Roberto de la Rosa.
Roberto tenía 20 años, se enteró del festival por uno de sus primos y ambos decidieron ir. Su mamá no lo dejaba moverse sin supervisión, tenía miedo de que algo le volviera a suceder a su hijo. De la Rosa y su primo consiguieron permiso alegando que el ambiente estaría muy tranquilo. Llegaron el sábado y Avándaro se encontraba rodeado por el ejército. Aunque los acontecimientos entre jóvenes y militares estaban manchados de sangre, los primeros no sintieron miedo: “no me asusté, no nos podían desaparecer a todos, nuestra actitud era clara, estábamos juntos y nadie nos movería”. Nadie los movió, ni siquiera los aguaceros que cayeron.
Se calcula que fueron más de 100 mil los jóvenes de entre 15 y 20 años que se dieron cita en Avándaro.
El periodista cultural y escritor, Rogelio Villareal, vía telefónica explica a EL UNIVERSAL que el rock se propagaba, encarnaba a una especie de rebelión juvenil contra el paternalismo y el régimen autoritario del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Los jóvenes se manifestaron en contra de esa represión, pero buscando una utopía de amor emancipado, marihuana, rocanrol y libertad.
“Posiblemente el Festival de Rock y Ruedas sea parte del mismo arco político que empezó en Tlatelolco y que sigue en su evolución. Avándaro y el rock son parte de este gran ciclo que aún continúa”, opina Rogelio.
Los del ejército terminaron hermanándose con los asistentes, dejaron sus rifles para compartir la comida, se movían con la música y “hasta fumaban mota con nosotros”, se burla Víctor Manuel Alatorre.
Justino no pensaba en nada político al realizar el evento, era algo organizado por y para jóvenes. Un modelo económico donde todos tendrían su lugar. Nada más. Sin embargo, las señales de inconformidad con el sistema no se hicieron esperar.
“En una foto que tomó Graciela Iturbide, se observa un altar con el símbolo de amor y paz; los chavos lo hicieron en memoria de los caídos en Tlatelolco”, cuenta Alberto Rodríguez, un incansable coleccionista y apasionado de la música, quien también explica que los estudiantes que se manifestaban en 1968 no escuchaban rock, para ellos era música del imperio. Sus protestas eran acompañadas por trova.
“Este (libro) te recordará momentos importantes en la vida”, dice la dedicatoria que Graciela Iturbide escribió para Justino Compeán en su foto libro Yo estuve en Avándaro.
Mientras Peace & love tocaba, todo Avándaro se cimbró al grito de:” ¡Tenemos el poder!” Roberto de la Rosa estaba impresionado; gritaba, sentía la fuerza de quienes lo acompañaban al unísono. En ese momento, realmente tenían el poder. “We got the power y Marihuana hicieron temblar al gobierno, porque se dieron cuenta de que los jóvenes estaban unidos”.
Love Army no tocó en el festival porque no pudieron llegar. Las carreras fueron suspendidas por el número de asistentes: “No había competencia de autos y O´Farril no tenía material para trasmitir. Se molestó porque confiaba en mí. Terminaron pasando películas de Cantinflas y Pedro infante”, evoca Justino.
El camino de vuelta fue otra odisea, la gente les aventaba comida a los viajeros, las carreteras se bloquearon por el flujo de autos y personas. Víctor Manuel regresó amarrado con un cinturón de la defensa de un coche, iba “bien amachinado” para no caerse, llegó a su casa lleno de lodo, se metió en la tina de baño y se quedó ahí por horas. Roberto de la Rosa recibió el mayor regaño de su vida, su madre lo castigó y le prohibió salir de casa, pero no le importaba, la mejor experiencia que guarda es cuando todos caminaban en fila, hambrientos, cansados, pero con la emoción grabada en sus rostros por lo que acababan de vivir.
“¡Vandalismo!”, anunciaba un encabezado del 12 de septiembre en el periódico EL UNIVERSAL, en donde se leía que “cerca de 10,000 hippies, cargando sus mochilas, cobijas, enseres de cocina, etcétera, avanzaban formando grupos. En determinados sitios y al ver acercarse a algún vehículo, se acostaban en la cinta asfáltica para impedir el paso. También colocaban piedras”.
El vandalismo y el consumo de marihuana fueron los elementos principales con los que se ligaba al “Woodstok mexicano”.
El lunes Justino manejaba hacía su trabajo, cuando escuchó las noticias por la radio: “¡Degenerados!”, “¡Malvivientes!”, “¡Orda de cínicos sin vergüenzas!”, eran solamente algunas de los términos con los que se referían a los “melenudos” del Avándaro. “Decían que las consecuencias del festival eran de muertos, que todo había sido violencia y no sé cuánto, pero nada de eso era cierto. Todo no lo achacaban a nosotros”.
Los medios informarían sobre tres muertos: un ahogado en la presa de Avándaro, otro atropellado en las inmediaciones de Valle de Bravo y un último fallecido en la volcadura de un automóvil. Nunca se conocieron los nombres de los supuestos fallecidos y el informe del ejército, la Policía Judicial del Estado, Policía Judicial Federal, las Fuerzas Armadas del Estado y la Policía de Tránsito, fue de “sin novedad”.
Otra nota de este periódico, publicada el 12 de septiembre, narraba: “El primer festival de rock y ruedas, de las 20.00 horas del sábado, a las 8.30 del domingo, se celebró en esta población. Ver a más de 100,000 jóvenes, un 90% intoxicados con marihuana y otras drogas, contonearse al ritmo del rock y el soul, soportando un fuerte aguacero durante varias horas y sufrir un intenso frío en la madrugada, fue un espectáculo inolvidable. Fueron más de 12 horas de delirio y degeneración, pero en esto tal vez hay que reconocer en los jóvenes algo favorable: el orden general no fue alterado y no se suscitaron escándalos graves”.
En Valle de bravo, el 11 y 12 de septiembre, el clima se mantuvo frío y con lluvias. Los asistentes se protegían con cobijas que enrollaban alrededor de su cuerpo.
Según datos de EL UNIVERSAL, “con una afluencia de poco más de 300,000 personas, la mitad compró boleto, dejó en taquillas 4 millones”. Los organizadores realizaron una limpieza del lugar en la medida de lo posible y no recibieron ninguna clase de demanda. Justino acepta haber sentido miedo, durante al menos un mes todos hablaban de lo sucedido y él prefería mantenerse lejos. Al señor Velarde, encargado de ventas de Radio Juventud, “lo mandaron de vacaciones”.
Las grabaciones del festival fueron entregadas a Televisa, pero nadie sabe qué sucedió realmente con ese material, buscaban eliminarlo del panorama, que se diluyera, como si México entero estuviera avergonzado del Avandarazo. Compeán se reconoce culpable del silencio: “Yo igual, a penas empiezo a platicarlo porque ya no tengo ningún compromiso con nadie, antes no podía porque estaba representando a alguien. Ahora solamente me represento a mí mismo. Estoy en la etapa de decir adiós y puedo hablar con libertad para que se conozca la verdad”.
El 13 de septiembre de 1971, Roberto Blanco, en su columna Municiones impresa por EL UNIVERSAL, escribió: “Jovencitos que deberían estar o estudiando o aunque fuera cargando canastas en un mercado para ganarse la vida, no en el infierno en el que han convertido su existencia antes de saber si quiera qué es eso de vivir; todo un mundo adolescente hundido en la estupidez, en la histeria que produce la música moderna, en la nube idiota que crea la mariguana”.
Roberto Blanco se posiciona en contra de lo sucedido en el festival de rock y ruedas. Se refiere a los asistentes como seres con el alma podrida.
Llegó la satanización, el fango en el que se hundió el mundo del rock: fue el principio del fin. Alberto Rodríguez, con cierta decepción, explica que después de Avándaro ya no hubo permisos para nada, se generó una cerrazón gubernamental y todos los grupos tuvieron que retirarse o trabajar en lugares inhóspitos como los hoyos funkies . Todo en conjunto le dio un bajón al rock nacional, “actualmente si le preguntas a los grupos de rock mexicano por sus influencias musicales, mencionan a Elvis o The Beatles, pero nadie habla de los Dug Dug´s o Tinta Blanca. No se toma en cuenta al rock mexicano de los setentas”.
En símbolo de censura, Carlos Monsiváis envío una carta a su amigo Abel Quezada, este último entregó al periódico Excelsior el texto que el 26 de septiembre de 1971 se haría público. En la misiva, Monsiváis se refería al festival: “Las mismas gentes que no protestaron por el 10 de junio enloquecidas porque se sentían gringos… Si lo que nos une es el deseo de ser extranjeros, estamos viviendo en el aire. ¿Qué es la nación de Avándaro? Grupos que cantan en un idioma que no es el suyo canciones inocuas… pelo largo y astrología pero no lecturas y confrontación crítica… es uno de los grandes momentos del colonialismo mental del tercer mundo”. En la primera semana de noviembre del mismo año, Monsiváis se retractaría avergonzado por “haber caído en el bajo clima del moralismo profesional”, pero ya era demasiado tarde.
La prensa nacional arremetió contra “Avándaro”. La revista independiente Por qué? Presentó al festival como la proyección de la miseria en el régimen mexicano.
Escribió Neruda “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Así, hay un punto de coincidencia general: Avándaro es solamente un recuerdo. Un momento que se empuña cada 11 de septiembre, que como Tlatelolco se recuerda un día y luego termina en la basura del polvo, de la ceniza. Armando Molina se dice dolido de que la gente hable de él solamente porque ayudó a organizar el evento ¿pero dónde quedan sus logros como músico o productor? En el olvido. Las bandas que tocaron aquel día son citadas con frecuencia, pero la certidumbre anuncia que nadie los escucha. Las nuevas juventudes ni siquiera saben de su existencia.
Ramón, comerciante del tianguis cultural del Chopo, con 61 años de edad y una barba cana que le cubre el cuello, condena la situación decadente del rocanrol nacional: “No me pasa hablar de Avándaro como algo que fue, yo mejor me preguntaría qué chingados ha pasado con el rock. El mal que les hicieron a los roqueros que tocaron ese día, se lo siguen haciendo a todos los roqueros en la actualidad; no hay radio, no hay televisión y la pinche prensa tampoco ayuda. Seguimos en el hoyo. El rock mexicano sobrevive a base de puros huevos".
Nadie contradice a Ramón, el tiempo golpea fuerte y aplasta; todos apuestan porque ya no se realizaría otro Avándaro. Las bandas de “rock” actual ya no se rebelan ni protestan. El mercado está abierto solamente a grupos con una filosofía totalmente mercantil, mientras los grupos de rock urbano siguen marginados. A heavy nopal, Interpuesto, Liran Roll o el Haragán nadie los pela; a los del Festival de Rock y Ruedas solamente quienes fueron los invocan.
La muisca sonaba, algunos cerraban los ojos para escuchar, se acostaban o se quedaban sentados en algún rincón. Otros más incluso se subían sobre el techo de los automóviles.
Las historias de los chavos de Onda de Avándaro no piden ser aplaudidos, se unen para extirpar la verdad y demostrar la satanización en la que permanece el rock nacional.
El Brujo, un taxista de Atizapán de Zaragoza, cuenta: “El rock sigue relegado en la sociedad, pero siempre lo llevo conmigo. Cuando estoy muy deprimido me encierro en mi taxi, pongo mis rolas y les subo el volumen, ya con eso me curo”. Que la música nos siga uniendo sin distinción social, que sus sonidos vuelvan menos pesada la vida. Que el rock no muera nunca.
Fotos antiguas:
Acervo Festival Rock y Ruedas Avándaro.
Fuentes:
Entrevistas con Justino Compeán, Armando Molina, Roberto de la Rosa, Víctor Manuel Alatorre, Alberto Rodríguez y Ramón, comerciante del Chopo. Acervo “Festival Rock y Ruedas en Avándaro” de Alberto Rodríguez (Beto Cronopio). Archivo hemerográfico de EL UNIVERSAL. Libro Estremécete Y Rueda: Loco Por El Rock Roll de Federico Rubli. Libro Viaje al centro de mi tierra de Guillermo Sheridan.