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Texto: Magalli Delgadillo
Los habitantes de la Ciudad de México no habían asimilado las tragedias de septiembre; algunos tampoco podían creer la pérdida de sus familiares, pero tenían que hacerse cargo de los trámites de sepelio.
Una semana después del terremoto, quienes habían encontrado a sus seres queridos tenían la opción de aceptar lo que los cementerios públicos les ofrecían y otros preferían solicitar préstamos y enterrar a su familiar de una mejor manera.
El 21 de septiembre de 1985, 70 cadáveres fueron sepultados en una fosa común del Panteón Dolores. En el de San Lorenzo Tezonco esperaban a 500 cuerpos, por lo cual, cavaron cinco fosas comunes rápidamente.
La situación de algunos damnificados con familiares muertos era la siguiente: el Departamento del Distrito Federal (DDF) ofrecía el servicio de traslado y velación de manera gratuita, la ceremonia duraba 10 minutos y el cuerpo era colocado en ataúdes que habían sido ocupados por restos con una antigüedad de más de siete años “porque en San Lorenzo no había perpetuidad”.
Las cajas estaban despintadas u oxidadas, el cristal que dejaba ver el rostro de las personas ya no existía, la mayoría no tenía esa funda de seda blanca para resguardar al difunto. Aun así, quienes no tenían recursos, después de haber perdido casa y la mayoría de sus bienes, aceptaron esas condiciones. Ese día 110 entierros fueron realizados en San Lorenzo.
Emilio Viale, reportero de EL UNIVERSAL, vio un factor común en estas despedidas: al acompañamiento asistían de cinco a seis personas y nadie lloraba. ¿Por qué? “Como que todavía no asimilan el golpe brutal. O quizá (…) otro familiar aún no aparecía, la incertidumbre del estado de la vivienda, el peligro de perder el trabajo (…)”.
Sin embargo, existían otros que, a pesar de no contar con el dinero suficiente, recurrían a cualquier préstamo, crédito, empeño o venta para darle la mejor “despedida” a su mamá, papá, hermano, primo...
Las empresas funerarias se aprovechaban del deseo de “una despedida digna” o de que algunas personas no sabían que el DDF otorgaba todo gratis: nunca bajaron los precios y mínimo, cobraban 55 mil pesos, de aquella época, por sus servicios. A pesar de la situación difícil, sabiendo que las personas vivían en la calle, no tenían dinero, comían de lo que alguien más les ofrecía, además del dolor que tenían encima.
La situación de los cuerpos “no identificados” fue diferente. Había lugares como el Parque del Seguro Social, donde se alojaron más de 2 mil 500 encontrados en el multifamiliar de Juárez y otros lugares cercanos. Este sitio se convirtió en “la morgue más grande de la ciudad”.
Debido al elevado número de cadáveres, las grandes compañías de hielo donaron enormes cantidades de bolsas para preservar los cuerpos con varios propósitos: retardar las consecuencias de la descomposición y conservarlos para que fueran identificados con mayor facilidad.
Muchos de los restos fueron trasladados al Panteón Dolores a pesar de haberse comunicado que los iban a llevar a Tezonco; en lugar de caja, fueron envueltos en bolsas de plástico, los depositaron en el fondo del hoyo, los cubrieron de cal y luego con tierra. Así iban a evitar los malos olores.
La noche del 22 de septiembre resultó intensa para algunos trabajadores, pues debían encargarse de elaborar certificados de defunción, así como otros documentos legales para otorgar las mejores condiciones y así, no faltaran tumbas para tantos muertos. Muchos mexicanos seguían trabajando y ayudando a quienes en ese temblor habían perdido a un ser querido.
Plana de EL UNIVERSAL GRÁFICO del 23 de septiembre de 1985.
Fuente:
Archivo EL UNIVERSAL y EL GRÁFICO