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Nochixtlán, pueblo oaxaqueño, es un lugar cuyo nombre conocían pocos, hasta que se hizo tristemente conocido por la tragedia de 19 de junio de 2016. Las víctimas y sus familias hubieran sin duda preferido que el nombre de este pueblo se hubiera quedado en el anonimato.
El caso Nochixtlán parece ser emblemático de todo lo que es anormal en la relación entre el poder del Estado y los titulares de derechos. Su historia no se resume sólo en el sufrimiento de los muertos y heridos de este día y sus familias, víctimas de un “operativo que bien podría considerarse como ejemplo de lo que no deben ser las acciones policiales de esta índole”, como lo dijo el pasado miércoles el presidente de la CNDH, en la presentación de la recomendación sobre el caso. Tiene un “antes”: también es una historia de la profunda pobreza y del abandono social que genera la desconfianza hacia las autoridades. Tiene un “después”: la desconfianza se incrementa con la falta de sensibilidad, con la revictimización y con la falta de rendición de cuentas. Y, finalmente, hay un “afuera” del propio Nochixtlán, las violaciones cometidas en Huixco y Hacienda Blanca y el impacto que dichos hechos han tenido en la sociedad mexicana como tal.
¿Entonces, dónde estamos hoy, a un año y cuatro meses de los hechos? ¿Es que el caso Nochixtlán ya se transformó, de manera irreversible, en un caso más, destinado al olvido y a la justicia selectiva? ¿No hay otra opción que el fatalismo?
Espero que no sea así. La mencionada recomendación de la CNDH —ya aceptada por la CNS— podría y debería ser un punto de inflexión.
Claro, su afirmación de que sí se cometieran graves violaciones a los derechos humanos no será agradable para las autoridades que se han negado admitirlo (y tal vez insistan en que no fue su propia corporación quien las cometió). Por otro lado, el hecho de que la CNDH no haya calificado estas violaciones como ejecuciones extrajudiciales puede decepcionar a las víctimas y a sus abogados. Además, el análisis minucioso de 500 páginas necesitará a su vez un estudio detallado.
Sin embargo, ya se puede constatar que, con esta recomendación, la CNDH no sólo rescata el tema Nochixtlán del olvido, sino que también da a conocer mucha información preocupante. Demuestra que también personas que ni siquiera participaban en la protesta —incluso niñas, niños y personas mayores— sufrieron violencia por parte de las autoridades. Expone la falta de colaboración de varias autoridades con la propia CNDH. Subraya la necesidad de una investigación que deslinde todas las responsabilidades, de toda la cadena del mando. Resulta importante su enfoque en el derecho a la verdad y la reparación del daño (individual y colectivo) que incluye una disculpa pública.
También cabe mencionar que la CNDH llama a renovar las mesas del diálogo. Después de los hechos en Nochixtlán se desarrolló una cooperación estrecha de nuestra Oficina con la CNDH y la Defensoría del estado de Oaxaca para crear y alentar estas mesas. Algo se logró, sobre todo en la atención a las víctimas, aunque también en esta área existen pendientes. Por otro lado, no hubo éxito en los esfuerzos de mediación en el ámbito de la procuración de justicia, con el objetivo de garantizar la cooperación de todos en las diligencias y evitar la revictimización. Si las autoridades quieren alcanzar la verdad y justicia en el caso, tienen que retomar este diálogo.
La recomendación de la CNDH es una hoja de ruta para seguir, establecida por una autoridad competente y comprometida. El actuar de las autoridades podría ponernos en un estado mental fatalista, pero la proactividad cada vez más grande de los organismos de derechos humanos —y su compromiso de llenar el vacío que deja el Estado— nos puede dar esperanza.
Representante en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos