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El terremoto de hace una semana no sólo cimbró a México, sino a sus jóvenes, quienes ya tienen su propio 19 de septiembre. La historia del sismo de 1985 contada por sus padres se hizo realidad en menos de dos minutos, y cuando la capital era más desastre que edificios, más polvo que oxígeno, las niñas se volvieron mujeres y los niños se convirtieron en hombres.
Siete días después del terremoto de magnitud de 7.1 que sacudió a la capital del país, los esfuerzos de las autoridades y rescatistas se concentran en el edificio #286 de la calle Álvaro Obregón en la Colonia Roma. Ahí, dice la versión oficial, aún restan 39 personas por ser recuperadas. Sin embargo, alrededor de 46 familias aún esperan noticias de sus desaparecidos.
Son miles quienes se mueven frente a un monstruo de metal que se come todo; pone los pelos de punta apenas verlo y obliga a preguntarse cómo haría una persona para sobrevivir siete días bajo todos esos escombros. Entre el tumulto de la zona, dos jóvenes descansan en la entrada de una casa. Son Natalia y Kimberly Cepero, de 16 y 18 años respectivamente, ambas estudiantes de la Vocacional 5 del Instituto Politécnico Nacional.
“Yo empecé como voluntaria el jueves porque necesitaba el permiso de mi mamá. Soy menor de edad”, dice Natalia con la boca llena de inocencia y la fortaleza humana necesaria para sostener un serrucho con su mano izquierda, lista para entrar a los escombros a buscar personas con vida. A pesar de su decisión, es consciente de que no sucederá y examina a quién le podría ser útil su herramienta.
Natalia es aproximadamente 1.60 metros de valor y 40 kilos de voluntad. Ha sido apoyo en siete puntos entre albergues y centros de acopio, y todavía se muestra hiperactiva, con una voz que no se agota y con la adrenalina a punto de hacerla estallar. Sus palabras aceleradas se estrellan unas con otras; critica la organización de los voluntarios para brindar su apoyo.
“Para ayudar no importa la edad. He estado dando de comer a brigadistas, recogiendo escombros, cuidando niños, acomodando víveres. Todo es ayuda y sirve”, explica la menor, quien ha estado acompañada en todo momento de su amiga Kimberly Cepero.
La joven de 18 años inició su labor minutos después de sucedido el terremoto el martes pasado. Representaba a su escuela con el equipo de fútbol a las 1:13 cuando un minuto después tuvo que recordar toda su preparación de brigadista adquirida en la Vocacional donde estudia. Pronto comenzó a dar órdenes: los asistentes del partido no debían esconderse debajo de las gradas, sino en un camellón cercano al lugar.
Kimberly, al igual que Natalia, ha recorrido toda la Ciudad ofreciendo su apoyo. En su memoria está grabada principalmente la imagen de sus compañeros de escuela y otros adolescentes ayudando en medio del desastre. Pero también ha tenido experiencias negativas.
“Cuando estás ayudando en las cadenas humanas para trasladar los víveres llega algo pesado y te brincan. Te dicen: ‘Déjame te ayudo, te vas a lastimar’. La verdad es que no, si estoy en el lugar es porque puedo ayudar y soporto el peso”, critica Kimberly.
Las dos jóvenes, de estatura mediana y complexión delgada, crecen en fuerza cuando piensan en las familias de quienes quedaron bajo los escombros. Se trasladaron al nuevo corazón del nervio mexicano por una noticia falsa; según escucharon, ahí se necesitaba apoyo, pero no hicieron ningún tipo de brigadeo porque las autoridades no les permitieron el paso.
Por una semana, México se ha sostenido en hombros flacos como los de Natalia y Kimberly. A los adolescentes como estas jóvenes se suman miles de jóvenes con menos de treinta años; son maestros, albañiles, médicos, psicólogos, ingenieros, licenciados y mil cosas más, pero, aseguran, ahora no pretenden ser más que un cimiento más el cual levante su país.
En esa avenida se encuentra escrita la esperanza de la Ciudad en un letrero a medio caer: “En 1985 se encontraron personas con vida 15 días después del temblor”. Está escrito con la letra de las familias que depositaron su ilusión en el pasado y esperan recibir información sobre sus desaparecidos.
Muy cerca del mismo letrero hay otros dos pegados en dos árboles; son un par de listas, una para no olvidar la desgracia y otra que es un respiro entre la marejada de nervios; contienen los 46 nombres de quienes faltan por salvar y quienes han sido liberados de la estructura caída.
La seriedad impera en el lugar. De vez en cuando la mirada de los presentes se dirige a las personas encima del derrumbe con la esperanza de ver un puño en alto, guardar silencio y romper una racha de siete cuerpos sin vida al hilo.
En Álvaro Obregón, nuevo foco del desastre, han sucedido historias maravillosas que esperan repetirse. Diana Pacheco, por ejemplo, fue encontrada gracias a un mensaje enviado a su esposo un día después del siniestro. También ha sido uno de los lugares donde más personas se han rescatado con vida.
Las miradas están puestas en la colonia Roma, donde el tiempo parece correr a dos ritmos distintos: lento porque el lugar ha estado igual de poblado los últimos días e impide sentir la noción de las horas pasar, y rápido porque cada minuto cuenta; rápido porque 39 vidas podrían estar pidiendo ser rescatadas y el reloj no perdona.