Se escuchan los acordes de campanas, arpas y flautas que dan vida a una hipnótica pieza sonora que dura una hora con 49 minutos (soundcloud.com). Así se oye el COVID-19. Investigadores del MIT, encabezados por Markus J. Buhler, profesor de ingeniería y compositor experimental de música clásica y electrónica, encontraron la forma de traducir musicalmente la secuencia de aminoácidos y la estructura de la proteína espiga del SARS-CoV-2.
La relajante melodía que convierte rastros nanoscópicos en notas musicales combinadas mediante algoritmos computacionales, parece engañar a nuestro oído de la misma forma que el virus engaña a las células humanas: el SARS-CoV-2 convertido en música entra en nosotros sin previo aviso.
Este proyecto inmerso en los vastos terrenos de la ciencia y el arte, y que permite una manifestación audible del virus, parecería un capricho estético, pero va mucho más lejos: es una de las formas en que los científicos buscan nuevas alternativas para combatir la pandemia.
La idea de los científicos es encontrar sitios en la estructura de la proteína donde los anticuerpos o nuevos medicamentos puedan adherirse. Buscar secuencias musicales específicas que correspondan a estos lugares estratégicos podría ser una forma más rápida que los métodos convencionales utilizados para estudiar proteínas, como el modelado molecular. Al comparar la secuencia musical de la proteína del virus con una base de datos de otras proteínas “sonificadas”, incluso podría ser posible encontrar alguna que pueda unirse a la capa exterior de la célula para evitar que el virus la penetre. Y todo esto con música de fondo.
El camino del SARS-CoV-2 desde su aparición hasta su traducción musical no ha sido tan largo, pero la estela de muerte y zozobra que ha dejado en cuatro meses ha dejado al mundo entero acorralado ante una amenaza invisible. La gran esperanza para enfrentar el virus se encuentra en los laboratorios que luchan desde varios frentes por contener su impacto e incluso buscan prevenir una segunda ola de contagios en los países que muestran una recuperación gradual.
La mayor esperanza es la vacuna, pero aunque los tiempos de prueba para esta solución han disminuido dramáticamente, no se espera que una vacuna llegue antes de 18 meses. Así que la única forma de ponerle un tope a la pandemia parece ser mediante la búsqueda de tratamientos y monitoreos de la población más eficaces. En este sentido, la llamada prueba de anticuerpos cubre ambos espectros.
Esta prueba permitirá, mediante un análisis de sangre, conocer el número de personas que ya han desarrollado inmunidad al virus y cuya infección incluso pudo pasar desapercibida. Se busca que este tipo de prueba (con un costo cinco veces menor que la prueba de PCR para detectar el coronavirus) pueda convertirse en una especie de certificado de inmunidad para que una persona pueda regresar gradualmente a su vida cotidiana. La prueba también está siendo utilizada en ensayos clínicos para un nuevo tratamiento para personas en estado crítico y a quienes se les transfiere plasma de individuos que fueron infectados. Por el momento aún se desconoce cuánto duraría la inmunidad de los anticuerpos y los especialistas consideran que la respuesta a esta pregunta también será crucial para prevenir nuevas olas de contagios. En este sentido, cabe señalar que Canadá está comenzando el ensayo clínico más grande del mundo de un tratamiento para el COVID-19 que utiliza el plasma sanguíneo cargado de anticuerpos de las personas que han logrado recuperarse de la enfermedad.
El estudio es una colaboración entre la Red de Investigación de Transfusión de Canadá, el Centro McMaster para la Investigación de Transfusión, los Servicios de Sangre de Canadá, Héma-Québec e instituciones académicas en todo el país. Liderado por el hematólogo Donald Arnold, este estudio nombrado CONCOR (Ensayo de Plasma Convaleciente Propuesto para la Investigación COVID-19)involucrará a mil pacientes en al menos 40 hospitales en todo Canadá. El enfoque en realidad es muy antiguo, pues la utilización del llamado plasma convaleciente se remonta a 1890 y fue utilizado durante la pandemia de la llamada gripe española hace un siglo.
Desde finales de marzo, China no registra un nuevo caso de contagio local del virus. Este país que vio nacer al nuevo coronavirus, empieza a mostrarse optimista y a liberar lentamente las restricciones; sin embargo, cualquier movimiento en falso podría originar fácilmente una nueva ola de contagios, sobre todo porque en otros países, como el nuestro, apenas inicia el ascenso de casos.
La historia de las epidemias en el mundo ha demostrado la tendencia de una segunda ola de apariciones del virus, así que los países de Asia en donde inició el brote y que ahora han despejado un poco el yugo asesino del virus, buscan mantener un buen nivel de monitoreo siguiendo estrategias que les han funcionado bien y trazando otras nuevas.
Los llamados “códigos QR de salud”, extendidos como apps que funcionan en más de 200 ciudades chinas, buscan rastrear la salud de un paciente para que sus desplazamientos no representen un riesgo. Las personas tienen que responder una serie de cuestionamientos sobre su estado de salud, incluido el registro diario de temperatura. El GPS ayuda a identificar posibles contagios o zonas de riesgo por algún brote.
De esta forma, se origina un código verde, amarillo o rojo que permite o limita el acceso de las personas a sitios como medios de transporte y oficinas de trabajo. Aunque esto también ha desatado un debate sobre la privacidad de los ciudadanos, la mayoría de la población ha aceptado el registro, consciente de que esto también ayuda a vigilar mejor la proliferación del virus y el propio estado de salud. En algunos lugares de Europa están tratando de replicar la estrategia, aunque reconocen que la funcionalidad depende de los sitios en donde la penetración en el uso de dispositivos electrónicos y plataformas digitales es muy fuerte.
Es así que una estrategia que ha funcionado en los países líderes en este tipo de tecnología, probablemente no podría tener el mismo eco en la mayoría de los países del mundo, pero se están pensando en nuevos métodos que pudieran monitorear a comunidades enteras mediante otras herramientas.
Un ejemplo de esto es el trabajo de más de una docena de grupos de investigación en todo el mundo que han comenzado a analizar las aguas residuales como otra forma de calcular el número total de infecciones en una comunidad, según los rastros del virus dejados por orina y heces humanas.
Para los investigadores del Departamento de Microbiología del Instituto de Investigación del Agua KWR en los Países Bajos, una planta de tratamiento puede capturar aguas residuales de más de un millón de personas. Esta escala incluso podría proporcionar mejores estimaciones de la extensión del problema en una comunidad, incluso en mayor grado que las pruebas, porque la vigilancia de las aguas residuales puede dar cuenta de aquellos que no han sido analizados y que solo tienen síntomas leves o son asintomáticos. El método podría rastrear la presencia o regreso del virus en distintas poblaciones y esto es algo que de hecho ya se ha puesto en práctica para determinar la presencia de otros virus, como el del sarampión.
Para cuantificar la escala de infección en una población a partir de muestras de aguas residuales, los especialistas dictan que se tendría que averiguar cuánto ARN viral se excreta y extrapolar el número de personas infectadas en una población a partir de las concentraciones de ARN viral. Los investigadores también necesitarán asegurarse de que realmente están viendo una muestra representativa. La realidad es que la convivencia con el virus será larga, así que las herramientas tendrán que depurarse y la imaginación científica no puede limitarse.